Sobre el amor, esa palabra

El amor aparece, en principio, como ese misterio de futuro incierto, esa promesa de relación con la ausencia. Si las relaciones sociales son complejas, sería mucho más sencillo relacionarse entre dos. Pero no es así y en eso parece que radica el encanto insoportable del encuentro entre dos seres. El amor se plantea como el deseo de aquello que no se tiene, como una vulnerabilidad insuperable, como el intento de contener o de fundirse un alma con otra. Y la imposibilidad de esta fusión, la imposibilidad de convertir en unidad lo que es dualidad, es el proceso probablemente, más inquietante y poderoso de la vida.


Y ahí está el problema. Zygmunt Bauman, en su obra “Amor líquido”, describe este cotidiano fenómeno: “El desafío, la atracción, la seducción que ejerce el Otro vuelve toda distancia, por reducida y minúscula que sea, intolerablemente grande. La brecha se siente como un precipicio. La fusión o la dominación parecen ser los únicos remedios para el tormento resultante. Y sólo hay una delgadísima frontera, que muy fácilmente puede pasarse por alto, entre una caricia suave y tierna y una mano de hierro que aplasta. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practicar la caricia, pero no puede practicarla sin correr el riesgo del dominio. Eros impulsa a las manos a tocarse, pero las manos que acarician también pueden oprimir y aplastar.”


Y así mismo es. Los vínculos humanos son frágiles. Sigue al amor idealizado la realidad de la convivencia que deviene en desigualdades, en esa feliz o inevitable entrega que puede ser una manera de empeñar la propia vida, no siendo siempre correspondidxs. Es así como los amores, eternos o fugaces, se debaten por sobrevivir a su propia sentencia de muerte, a través de la trampa de la posesión. En el amor romántico, de naturaleza patriarcal, el dominio se disfraza de poesía, de peluche y de flor, es lágrima y chocolate, en iguales dosis. Idealizamos el amor como esa batalla personal y colectiva, entre las alegrías y las penas. El te odio y te quiero se mira como la muestra más seria de un amor intenso y apasionado, parecido al melodrama, en un despliegue sentimental donde cansa la risa y la desestabiliza el llanto, que se consuela momentáneamente con la correspondencia y la sincronía, que desaparece para volver a la incertidumbre. El amor es como una lucha de poderes, en la que la belleza cansa y la fealdad disminuye el cariño y la traición aumenta el apasionamiento.
En un precioso pasaje de Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar describe el amor con un motivo que es igual de representado en productos de consumo masivo y de alta cultura. La fórmula es la misma, de paradoja inexplicable: “si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.”
Esta paradoja, sin embargo, en sociedades patriarcales y heteronormativas, se plantea distinta para hombres y mujeres. El “amor líquido” que describe Bauman, como la fragilidad de vínculo que caracteriza a los amores y que en la sociedad contemporánea tiende a ser todavía más fluida, no siempre es vivido así por las mujeres. A las mujeres desde pequeñas la sociedad nos ha enseñado que nos llenará de valor un “amor sólido”, hecho de sufrimiento, entrega, vanidad, capricho, abnegación y eternidad, en una fórmula poderosa y mortal. Sí es cierto, como han afirmado muchas feministas, que el amor es el opio de las mujeres.
Las princesas de los cuentos nos enseñan eso; que nacemos incompletas y que nuestra misión es construirnos bellas, delicadas, comprensivas y solidarias para agradar y atraer, con suerte, a un buen hombre que venga a ser nuestro príncipe encantado, aquel que nos rescate de esa soledad socialmente repudiada, y que descubra, como un conquistador, los maravillosos tesoros que tenemos; a ser como cajitas de sorpresas llenas de primores que ansían ser descubiertas, complementadas, elogiadas e imprescindibles. En el empeño de agradar y ser descubiertas, somos colonizadas. Recurrimos a la cosmética para nosotras mismas y nuestros amores, a atormentarnos si no calzamos en el modelo occidental y blanco que el mercado ha impuesto como de belleza. A esta belleza física, se suma un condumio de belleza moral. Las mujeres bellas son las mujeres femeninas. Y lo femenino es lo servicial, lo sonriente, lo cariñoso, lo amable, en su fase positiva. Pero al mismo tiempo es lo débil, lo servil, lo dependiente y lo demandante.
Y ahí se nos va la vida. El intento de agradar nos convierte en una copia del ser amado o en su sombra. No miramos el amor como una experiencia compartida, que cuando se decide un proyecto de vida en pareja significaría un enriquecimiento moral conjunto, sino en una búsqueda inexplicable de poseer y de ser poseídas. Así como cansa la excesiva complacencia, comienza a cansar el desamor. El desamor es lo que anula a las mujeres, porque el amor es el centro de nuestras vidas. Nos vamos apagando en el recuerdo de aquellas que fuimos antes de entrar en este juego peligroso y queremos recuperarnos a nosotras mismas y ya no nos encontramos.
En cambio para los hombres el amor no es el centro de sus vidas. No siempre. Lo son sus objetivos profesionales, sus gustos, sus contextos. Por esto los amores románticos nos encadenan a la lucha de ser imprescindibles para el ser amado y eso es lo que nos convierte en prescindibles. Nos dicen que el amor todo lo puede. Que solo una vez se puede amar en la vida. Que el tren pasa y que si se nos fue, ya lo hemos perdido para siempre. Que el amor verdadero es eterno. Esa necesidad de darle eternidad a algo que es tan efímero, nos sumerge en la necesidad del compromiso, de las seriedades y en el trabajo de soportarlo todo en nombre del amor. De empeñar nuestros gustos, nuestras aspiraciones y nuestras vidas, a cambio, a veces, de unas chicas chispitas de cariño. De una palabrita de poema de vez en cuando, de una tarjetita, de una flor o de un peluche. Esos regalos del remordimiento que tanto se reparten en estos catorces de febrero, muchas veces son las recompensas de episodios de violencia, de abandono, de irrespeto y de dolor.
El amor occidental, monogámico, heterosexual y patriarcal, es la justificación de la violencia. No quiero ser pesimista y decir que todos los amores son una tragedia. Es que no tienen por qué serlo. Pero construirnos seres incompletos y esperantes, tiene ese precio, para hombres y para mujeres. El amor debería ser otra cosa. Una decisión, un acuerdo, ponerse unos límites. Pero condicionarlo parecería quitarle su encanto químico y animal. Como decía Simone de Beauvoir, «El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal.»
Que viva el amor, que vivan todos los amores. Los amores heterosexuales, homosexuales, los poliamores, en tanto ternura, lealtad, cuidado mutuo, reglas claras, pasión, pero amores igualitarios. Esto es difícil, pero no imposible. Enseñémonos a nosotras y a nuestras hijas, a ser personas completas. La trampa de la complementariedad de los sexos encubre las desigualdades. Los celos, la posesión, la obligación de la exclusividad, el desaire y la violencia. Dormir con nuestros enemigos y además, amarlos.
Eduquemos a nuestros hijos, comprometamos a los hombres a huir de la idea del ejercicio de poder en nombre del amor. La libertad es más linda que el amor, si el amor es sinónimo de sufrimiento, de despersonalización y de anulación individual. La soledad es más hermosa que el amor, si el amor es peluche y flor de fechas emblemáticas, en lugar de consideración, cariño y correspondencia permanentes. Esto no resuelve la paradoja inicial del amor, ese misterio de chispita que puede encenderse y no. No tengo la fórmula para eso, nadie la tiene. Pero sí es posible identificar y apartarnos de aquello que no es amor. Empecemos a amarnos a nosotras mismas, lo demás vendrá después.

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