Me dijeron puerca




Me pienso hace nueve años limpiando nueve años de cochambres ajenas porque me gustan las casas viejas y en ese sector quería vivir. De aquí se van a su casa propia, nos decía la dueña. Los últimos inquilinos vivieron nueve años aquí. Y vaya que si lo supieron mis manos. Nada me relevaba de limpiar grasas pegadas en los azulejos cuadrados setenteros coloridos de la cocina y del baño de una de las tantas casas ajenas que me ha tocado habitar y deshabitar. Limpiaba con la ilusión de quien está íntimamente convencida de su propio valor como persona y por qué no decirlo, como mujer, por poder ver reflejado su rostro en el crisol de su limpieza; apoyada por Mr. Músculo el varón que sí puede con la grasa que el noventa por ciento de las limpiadoras de porquería pegada que somos mujeres no podemos limpiar. 

Años después, en otra casa que limpié, ensucié y limpié, que habité y deshabité, al regresar de un largo viaje, estuve horas muchas horas parada sobre una silla para erradicar la mugre que la inquilina una gringa los gringos también ensucian había dejado habitar en una soberbia lámpara de cerámica cuencana de esas de aeropuerto y de exportación que cómo pude dejar en esas manos y eso que pensaba que tan aseada que se veía la miss. También devolví su lustre a la campana de olores que en mis manos negras fue blanca y que en sus manos blancas ennegreció. En mi misión blanqueadora la dejé perfecta rallándola con una mezcla de brío y de primor porque sobre ella cayó una capa cochina espesa como el petróleo que tatay. 

Qué decir de cuando permanecí dos horas viendo tutoriales en Youtube de cómo quitar una mancha de grasa de una sartén de teflón para que nadie advirtiera que tenía una mancha de grasa. Descubrí, en esa tensa desesperación de rasparla, pero no tanto como para dañar el teflón, que no importaba quemarme las manos tanto como quitar la mancha de grasa agregándole aceite hirviendo para absorberlo con un pañuelo porque la grasa atrae la grasa. Así como la suciedad se pega a la suciedad y la pobreza a la pobreza y el hambre a la necesidad. También me recuerdo barriendo tres veces al día el piso blanco de cerámica para que nadie se enoje y porque se ensuciaba con tanta facilidad. Y me recuerdo además desapareciendo evidencias de suciedad y desorden de mis afectos para que no molesten a mis otros afectos. 

Sí he cortado guantes y me he cortado las manos y las tengo de lavandera como el signo de muerte por sumersión que aprendí en medicina legal. Manos agrietadas de lavar. Envejecidas de cloro y tajeadas por la limpieza como las manos de Violeta Lemebel. Aseada pero un poco desordenada, sin llegar a límites incompatibles con la convivencia, así me he pensado toda la vida. Por contraste, quizás, con mi madre, quien es limpiadora compulsiva por contraste con mi abuela quien tiene síndrome de Diógenes. 

Me he ido preparando para recibir muchos insultos, pero no el de puerca porque sería traicionar un importante legado de mi madre; los hábitos que ella desde pequeña me enseñó y que me sigue enseñando. 

 Que me digan puerca y que duden de mi aseo personal cuando a las mujeres también se nos divide entre buenas y malas valiosas y no en función del aseo que se presume será el de nuestro hogar escuece en alguna parte que yo misma desconozco. Insulta a la madre, a la abuela y a todo el linaje femenino que es el único responsable del aseo de la descendencia, ad infinitum. Quizás duele por esos fantasmas que me persiguen como la atribuida vagancia o la presunción de ilegitimidad, desorden, dejadez o desaseo que acompaña a esa sensación primigenia de no calzar. 

Desde ese sudor adolescente inoportuno que no se iba a veces con nada te juro que sí uso desodorante hasta el olor del flujo menstrual que también es desagradable y por eso lo pintan de azul y jamás debe oler a nada que no sea femenino, como las flores, quizás. Que me digan puerca me duele porque es algo que siempre quiero evitar porque yo no soy esa persona realmente sucia a la que hago, sin decirlo, ascos, como los que ahora me hacen a mí. Siento que el perfume del mundo es insuficiente para quitarme de encima el pecado original del asco y de la vergüenza. Sí lavo las aspas de la licuadora. Digamos que a veces no lo he hecho. Y ahora por supuesto que lo voy a hacer siempre, aunque me corte. No vaya a ser que las señoras de Tuiter no quieran tomarse un juguito en mi casa. Como lo hice con la sartén de teflón, aunque me quemó los dedos. Y como lo hago echándome alcohol para limpiar el riesgo biológico, el asco, la suciedad de este mundo con virus al acecho, aunque las manos me las parta. Porque jamás he dormido con los platos sucios ni me he acostado en una cama destendida. Y si pasó rezaré hasta quitarme esa culpa.

Seguiré limpiando inmundicias propias y ajenas porque se sabe que la suciedad no es de gente de bien. Ni de mujeres de bien. Ni de ecuatorianos de bien. La superioridad moral, obviamente, se mide en bacterias y ácaros eliminados y en cuántas burbujas asépticas somos capaces de habitar. Y en cuántas horas invertimos en no ser una mugre chusma o en vigilar que la muchacha a la que nunca invitan a la mesa lave bien las aspas de la licuadora y las ponga en cloro y ojalá se desinfecte también ella misma, de pies a cabeza. Qué gente puerca anda por la vida. Podré ser cualquier cosa, pero sucia, jamás. Podré llegar a ser la señora de la mística de la feminidad de Betty Friedan agobiada por el tedio del Sísifo de la limpieza, pero una sucia, no. Con la cantidad de enfermedades que rondan por ahí. Tatay. Solo de pensarlo, ¡puaj! 

Seguiré encontrando espacios viejos para habitar y deshabitar y para quitarles las capas de mugres acumuladas, lo prometo. Seguiré dejando mi vida en el piso en los platos en las ventanas en los baños y en limpiar cualquier vestigio de la lana de los gatos blancos que he retirado de mi ropa durante veinticinco años para que nadie lo note. Seguiré diciendo que quien no cumple mis estándares de limpieza es repugnante y soñando con el día en que me inviten a un reality gringo cuando hagan su versión criolla para elegir a quien tenga el trastorno obsesivo compulsivo centrado en la necesidad abrumadora de pulcritud y orden más severo para ganar de premio más productos de higiene y aseo en los que dejar la juventud y envejecer las manos y seguir siendo este crisol en el que todxs puedan reflejar su fealdad.

Para que no me pongan emojis de vómito las señoras de bien. Bien persignadas y con tiempo o con dinero que es lo mismo para limpiar o hacer limpiar la vajilla, el piso, las rendijas, debajo de las camas, en el interior de las almohadas y de una vez por dentro con rutinas detox. Y algún día mandaré a desinfectar las calles mejor que una empresa municipal. Y, ordenaré, para mi coronación como reina impoluta, que me retiren a los indigentes de las plazas. Porque la limpieza también puede ser social. Y porque la pobreza es sucia y afea. Porque nadie quiere ser María la del Barrio pepenadora ni Marimar batiendo lodo para rescatar con los dientes un collar de perlas. Todas queremos ser Soraya Montenegro para tratar como malditas lisiadas a las puercas de este país. Que si no lavan bien la licuadora cómo tendrán de sucio el cuerpo, el linaje y la conciencia. Repletos de gusanos.

Comentarios