Reflexiones desde mi camerino

Qué culpable me siento […]

en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles.

Alejandra Pizarnik 




Nunca fui reina de ninguna primavera.

Pedro Lemebel


Me gustaría ser una mujer de pelo lacio, alisado, un poco desteñido, ponerme pestañas y hasta hacerme el tratamiento ese de las cejas, aunque tengo mis propias cejas, solo por hacerme el tratamiento y reunir plata para hacerme otro tratamiento, un rejuvenecimiento facial. Me gustaría usar tacos en punta sin que me salga sangre porque mis pies están acostumbrados a las botas de combate. Me acuerdo de que alguna vez un compañero de clases dijo de una profesora que era lesbiana, porque sus zapatos redondos de cordón la delataban. Y yo le dije, pero si yo uso también zapatos redondos de cordón y no soy lesbiana, y nos cortó la conversación un silencio incómodo. Y qué si ella es lesbiana, le dije. Qué te importa a vos. 

Desde niña he huido de los escotes y de las blusas sin mangas. A veces he pensado que es porque estoy gorda pero de bien chiquita no era gorda. Me acuerdo que tenía dos años y que usaba un “vividí” o como se escriba esta palabra que nos inventamos en Ecuador para las prendas sin mangas. Estaba fastidiada con eso y lo recuerdo claramente. Dos o tres años tal vez tendría, ya no lo sé. Tengo un cuello muy blanco y muy joven y creo que tiene que ver con que jamás lo muestro al sol. Me encantan las prendas que me cubren absolutamente toda esa parte y usar un pañuelo encima. No sé qué tapo y de quién. 

La única vez que usé un pantalón apretado muy apretado tenía quince años. O sea, era una niña. Un pervertido acosador sexual me dijo en la calle “qué rico culazo”. Y desde ahí dejé de usar pantalones apretados y empecé mi período de vestir, como diría mi amigo Andresito, lésbico. Me decanté por los pantalones flojos y por las sudaderas con capucha, cuanto mejor si tenían una marca gringa de segunda categoría impresa en la superficie como “Old Navy” o “Gap”. 

Recuerdo mis zapatos, indefectiblemente deportivos, pero oscuros. Mi mamá decía que los zapatos deportivos eran de mal gusto y por eso ahora cada vez que veo a las chicas usar zapatos deportivos digo yo no los usaría, pero las apoyo. No me veo con zapatos deportivos blancos y pantalones rotos, no es mi estilo, no me quedaría bien, pero las apoyo. Exactamente lo mismo me pasa con otras modas como pintarse el pelo. A los siete años mi mamá me hizo la base y me lo pintó de azul oscuro, casi negro. Mi pelo se estropeó un poco y jamás lo volví a teñir con nada. Siento que pintarlo de rubio o de cualquier color me volvería una impostora. 

Una vez me fui a una peluquería en Sevilla y me dijo la chica que yo tenía un pelazo porque mi pelo es grueso y aunque cada vez me caía más todavía conservaba algo de volumen y algo de dignidad. Me hizo rizos en todo el pelo, con tanto amor y dedicación que fui incapaz de interrumpirla, aunque odié el look final, pero resolví aceptar silenciosamente mi destino. Salí de la peluquería con un emotivo abrazo con la chica porque supo ver con amor lo que aquí es un pelo demasiado duro o quizás demasiado abundante para el peluquerx de turno y muy trabajoso de peinar. Me dijo tienes un pelazo y yo mira Ecuador nadie es profeta en su tierra. Aquí les gusta mi pelo. Salí de ese pie a lavarme la cabeza en el primer baño en el que pude entrar. Me sentía totalmente ridícula con la cabeza churuda. Una impostora. 

29 de noviembre de 2009


Soñé que me hacía un peinado bello, 

unas trenzas, 

pero luego me vi al espejo

 y estaba bastante calva

 y tenía llagas en el cuero cabelludo 

y en los surcos de las trenzas. 

Me dio mucho miedo y me desperté.

Pepita Machado, Diario de sueños


Cuando mi salud mental empezó a flaquear más me corté el cerquillo yo misma. Me lo hacía tan pequeño a veces porque el corte me salía desigual. Con cada quebranto emocional cerraba ciclos yo misma en el baño automutilándome. Fui al País Vasco y en Bilbao no solo que mi corte pasó desapercibido, sino que le hice un mantenimiento en una peluquería con una decoración entre gore y bohemia, donde manos cortadas de muñecas agarraban las extensiones de pelo y las secadoras. El cerquillo me lo hicieron diminuto y me propusieron raparme los lados de la cabeza. Y yo dije no, eso es otro nivel para el que no estoy preparada. Ni churuda ni rapada.

Ya en ese viaje y creo que antes, comenzó a seducirme la idea de vestirme de modo estridente, pero siento que fue reprimida. Para compensar esa pulsión veía fotografías de Walter Mercado y sus capas y llegué a dedicar un artículo a su esencia kitsch, camp, dulzona y romántica. Al animal print y a las prendas de nylon elastizado siempre los desprecié por su vinculación con lo ordinario y lo vulgar. Yo no soy de esas mujeres que usan tigres o cebras sentencié de pequeña. Esa estética de nueva rica, serpenteante, no me va a mí una mujer sobria y elegante espeté de pequeña. De todas maneras, me animé, cada vez más, a expresar una feminidad reprimida por muchos años a través de mis outfits. Lo hice primero con el labial rojo y después me agarró una época de comprar y hacer yo misma anillos enormes y ponerme collares antiguos e imponentes o vestidos con estampados de flores y blusas y faldas de inspiración entre infantil y monjil. En todo caso jamás hallé un equilibrio entre la etapa Gap Old Navy y la etapa de devoción por Walter, que aún transito. Mi propia era de Acuario. 


Martes 17 de noviembre de 2020

Soñé que estaba súper elegante,

 tenía un abrigo satinado,

 verde,

 de seda.

Pepita Machado, Diario de sueños


Hace poco adquirí un abrigo de animal print que compré por joda, pero secretamente seducida por su estridencia y por su yo jamás usaría algo así, como una forma de venganza contra quienes dijeron que era feo y contra mí misma yo no uso esas vulgaridades. Hace poco me compré un vestido entero de animal print de leopardo porque siento que comienzo a romper esquemas que yo misma me impuse y que a nadie absolutamente a nadie le importan. Me maquillo más de lo que quisiera para cubrir las manchas que me dejó el acné por sufrimiento. Mi pelo volvió a crecer. 

Siento que mi vida misma transcurre frente a las luces de un camerino: entre polvo, labial y abrigos de piel falsos. Solo me falta usar pelucas y recibir flores de admiradores desconocidos y estar a punto de llorar porque voy a ser notificada con resultados de exámenes médicos o un desahucio laboral o de inquilinato. Y me lo morderé bajo reflectores porque la función debe continuar.

Digo que no me importan las frivolidades de la feminidad estereotipada, pero estoy absolutamente tomada por ellas. Tanto que, cuando viene la pesadilla de verme al espejo sin dientes y sin cejas me quiero morir. A veces sueño que mis encías son sanguinolentas y dolientes. Me paso la lengua por ellas y mis dientes y muelas se aflojan y desgranan de la boca como los choclos de una mazorca. Escupo la dentadura entera en la mano. Me miro al espejo y, desdentada, advierto que tampoco tengo cejas. En ese momento mi corazón late tan fuerte que despierto desesperada y resulta que son ganas de orinar. Este sueño es ya tan recurrente que, de repente, se volvió lúcido. Cuando pierdo dientes en el sueño ya sé que es un sueño y me aguanto las ganas de orinar. 

Hace poquísimo me enseñó una señora a saber cuál es mi talla correcta de sostén, porque tampoco lo sabía. El noventa por ciento de las mujeres no sabe cuál es su talla correcta de sostén. Volví a animarme a usar pantalones, aunque tengo muchos complejos corporales porque siento que los vestidos ya no me quedan tan bien. Se supone que los mom jeans deberían ser flojos pero me queda apretada la talla más grande disponible en Cuenca. Mi cuerpo está cambiando. Es la edad. Siento que pude ser mucho más joven y hermosa antes pero no lo sabía, ahora me empiezo a amar como soy y viene la vejez. Me da risa haberme despreciado tanto por no ser como las niñas y adolescentes de mi escuela, las reinitas de Cuenca. Luego sé que eso de compararse y sentirse feas les pasa hasta a las reinas. Todas somos la reina de la otra y nuestra propia maldita lisiada.

Ver Betty la Fea con ojos adultos me ayudó a cachar full cosas sobre cómo las mujeres nos autopercibimos, sobre cómo la convicción de ser fea o ser bella en esta sociedad de las formas estructura nuestra manera de experimentar el mundo para muchas mujeres y es absurdamente subjetiva, relacional y contingente. Veo a las mujeres que no se maquillan, que no se pintan el pelo y que andan totalmente despreocupadas de las formas estereotipadas en que la mayoría de mujeres trans y cis nos enunciamos y las admiro. Veo a las mujeres trans y cis que aman absolutamente producirse, que son hermosas y lo saben o que saben que no son hermosas, pero vibran y se abrazan con una dignidad y aplomo que ya quisiera yo, que decoran su vida y su dolor con la belleza y el glitter. También las admiro. Y me admiro a mí.

Aunque a veces me he sentido una no mujer. Tengo el alma parecida a la de un hombre gay hiperfemenino por mis sentimientos escarchados y cursis, por alguna herida que sangra por ahí como un riñón abierto, con algunas poses lésbicas como mis botas de combate y sentarme con las piernas abiertas y de pronto esos flashes de animal print y mi anhelo de comprarme una chaqueta de lentejuelas como la de Tiko Tiko para darme una vuelta por el Parque Calderón que me conectan con lo travesti pero un amor por los vestidos de niña y por cubrirme de pies a cabeza como una afgana para que nadie me vea y morir enterrada en mi propia ropa y jamás volver. O despertar un día y descubrir que mi cuarto entero se ha convertido en un camerino para que continúe la función que es esta y no otra vida.




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