Sobre mi miedo a viajar sola (Recomiendo leer con Sálvame de RBD de fondo)


Miedo 

Acaso no te asusta el miedo

Miedo a la oscuridad

Al gato negro de ojos rojos.

El Chavo


¿Que color tiene el miedo? ¿Es gris o es negro?

El miedo es rayado y parte a los hombres en lágrimas delgadas, o por la mitad; los hiende, hiere sin sangre; los iguala, los junta, los apea, los mezcla, los deshace; les hace olvidar el tiempo, desear la muerte, creer en el olvido, en los milagros, acogerse a los sueños, correr tras no se sabe qué; porque el miedo regala sofismas. El miedo es libre y entra a chorros, sin que se sepa cómo cae del cielo, se contagia como el viento; se le puede resistir en la primavera con la hoja verdezuela, en el otoño o en el invierno no se puede contra él.


Max Aub


No quiero ser Mía Colucci pero quizás lo soy a veces.


Quisiera escribir un libro entero sobre el miedo y sobre mis miedos. Tendría varios capítulos. Fundamentalmente tres capítulos. Miedo al cuerpo, miedo a la enfermedad, miedo a la muerte. Durante mucho tiempo tuve un fuego en el esófago que atribuí a mi oculta adicción al cigarrillo. Ni siquiera podía decir ese miedo porque la culpa por fumar hacía que lo viva en silencio porque igual el tabaco era lo único bueno que tenía en ese valle de lágrimas que era mi cortísima vida, a la que yo ya concebía muy venida a menos, muy desgastada y algo indigna de ser vivida. Me recuerdo fumando mis angustias en las calles, en el Parque Calderón, en la cocina de mi casa. En la ventana circular de mi taller. En un balcón del departamento de Sevilla, en el barrio de las tres mil viviendas, viendo cómo tres ratas se peleaban por un churro con música de fondo de Linkin Park.

Como cuando a las personas infieles lxs cuernea un amante, cómo llorar esa pena culposa. Se traga para adentro y arde en el esófago y si no se procesa, enferma. Me voy a morir, decía. Me estoy muriendo, pensaba. A quién voy a dejar mis libros y mis muñecas de aserrín, lamentaba. Y es mi culpa, me martirizaba. Yo misma he fumado demasiado. He bebido, he comido basura, no duermo bien, trabajo demasiado, no voy al médicx. Cuando me muera iré a mi propio velorio de negro estricto y con gafas para que absolutamente nadie me reconozca. Me sentaré en la última fila y no hablaré con nadie. Como una amante que va al velorio del marido infiel que acaba de morir, de incógnita y con el esófago ardiendo.

El último miedo que reviví fue el de viajar sola. Recuerdo que mi vida de niña fue muy tranquila y libre. Mis papás no tenían carro, por lo que, venciendo miedos, desde pequeña me tocó tomar el bus con mi hermana Tuca. No tan pequeña, cierto, tengo amigas que lo hicieron antes. Creo que mis papás nos protegieron todo lo que pudieron. A los once años tomé el bus por primera vez con la Antuca. Al ser la hermana mayor yo tenía que cuidarla, pero ella siempre me cuidó a mí. Lo propio al cruzar la calle. Yo siempre distraída, pensando en cualquier cosa y ella, o mis amigas de la escuela, parando a raya un posible atropello para poder contarles ahora esta historia y no desde el cielo dictándolo a alguien más. Con las mismas gafas con las que asistiré a mi velorio. Y con ardor de esófago, pero esta vez por el pan que me comí. La alergia.

Hubo un tiempo en que caminaste sola, escribiste sola, estudiaste sola y te vestiste sola.

Recuerda ese momento.

Monique Wittig


No soy Mía Colucci llorando porque quería verse con el galán y su papá la llevó a París. No fui la niña con carro a la puerta que usó a su mamá de chofer. Tampoco fui de las que tomaban la línea 16 para llegar al colegio y se bajaban en el puente de la UDA para que nadie las vea saliendo del humillante colectivo. Me bajaba en la puerta. No vivo en una urbanización cerrada con guardia. Viví cerca de El Vecino por muchos años y mi papá es de El Chorro. Conozco los sitios peligrosos de la ciudad y los he transitado, rezando y también amándolos. Amo caminar. Cogí el bus, cogí taxi. Mi dentista de toda la vida tenía su consultorio en la parte más densa de la Feria Libre. Cojo el tranvía. Viajo en buseta a Quito sola y camino toda la ciudad con terror y con valentía en partes iguales. 


El otro día andaba

por el Mercado 10 de Agosto

y unos señores densazos

(bien malandrines se veían

para los miedos impregnados

por el estereotipo

y la autoatribuida indefensión)

iban a cruzarse conmigo.


Entré a un Comercial Gil

y pedí el producto de belleza

que alcanzaba a mi presupuesto.

Un enjuague de botox capilar

de dólar.


Al final dije no sea malito

dé viendo que yo salga

y que no me pase nada.

Porque tenía miedo.

Porque tengo miedo.


No quiero ser la persona que tiene miedo de los hombres jóvenes, empobrecidos, racializados, migrantes, porque son ese otro enemigo público que el neoliberalismo construye para que no veamos que el enemigo es el sistema que nos oprime y que expulsa al crimen de bajo rango o al estigma a sus víctimas principales. No quiero ser Cynthia Viteri escandalizada por la inseguridad pidiendo que la gente de bien porte armas. Solo soy una chica nerviosa que lucha todos los días contra sus profundos miedos y que quiere estar en paz y hacer lo que le gusta sin necesitar que alguien la acompañe. Porque ya me siento bien acompañada por mí. Porque estoy en ese punto de mi vida en que ya no me siento sola. No me siento desolada. Me siento conmigo y me siento bien, pero igual tengo miedo. Soy una mujer en una sociedad latinoamericana. 

Me acuerdo que lloré mucho una vez en que habíamos quedado con un amigo en viajar juntxs a Europa. Yo tenía terror de viajar sola, pero mi tranquilidad era que me encontraría con él y me animé. A poco tiempo de viajar me dijo que se iba a España y que no me esperaría. Mil pedazos de mi corazón rodaron por la habitación. Ese viaje en soledad, inesperado, que no podía cancelar porque había invertido mucha plata, me enseñó que siempre aparecen ángeles que guían el camino. Pero a veces revive esa herida, quizás pinchando algún abandono percibido en la infancia, de esos dolores que unx no se acuerda pero que arden, –cuando la herida ya no duele, duele la cicatriz– cuando siento que se me cae la rama sobre la que estoy parada y que mis alas están rotas y que no puedo volar.


En casi todos los viajes que he hecho sola me ha pasado alguna pendejada que luego cuento como anécdota de mis nervios y de mi valentía, como un Pepita en lugares. A veces recreo esas escenas como si fuesen dibujos, en mi mente. Y digo dónde está la Pepita, como reconociéndome en un Waldo nervioso, con bufanda, lentes y miedo en sitios turísticos superpoblados. En París me hospedé por nostálgica en Montmartre, en un Youth Hostel pre Airbnb, a los veinticuatro años y después descubrí que había sido una zona roja, rojísima. Llena de peligros. Cuando le veo a la Emily en París andar totalmente fashion por esos barrios digo por qué mi viaje no fue una serie de Netflix, quizás porque mi apellido no es Collins. Por qué la Mona Lisa en realidad está cubierta por siete vidrios antibalas y no es lo que vemos en los libros de arte. Llegué desubicada, con una maleta en la mano, con un aguacero torrencial cuando se suponía que era verano, con un mapa derritiéndose en mis manos y con la total indiferencia de lxs franceses a quienes si les hablas en francés no te paran bola y si les hablas en español, peor.

Por suerte siempre pasa un japonés por ahí (un amigo que conocí en París me dijo que los chinos se diferencian de los japoneses porque los japoneses colocan la cámara en el centro del pecho y los chinos se la cruzan sobre el pecho. Y también me dijo, mirando hacia la laguna del Jardín de las Tullerías, mientras fumábamos que las palomas son ratas aladas). Cuando por fin me iba de la ciudad, en esos días cortísimos de viaje a solas, me perdí en la estación de trenes. Tenía pánico de quedarme ahí, en medio de la nada, de perder mi tren y no poder regresar jamás a Cuenca. Era una Mía Colucci inversa. Caminaba desorientada con el boleto en la mano, sudando. Se me acercó un hombre negro, imponente, algo anciano. Fue imposible no sentir terror. Me pidió que le muestre el boleto. Me tomó de la mano. Me congelé y le di la mano. Me dejó en la estación. El tren pasó inmediatamente. Ese señor era un Ángel dije culpándome por los miedos en el cuerpo instalados por el racismo interiorizado. La Liz una vez me dijo que no me culpe por tener miedo, que escuche a mi cuerpo. A veces mi cuerpo tiene miedo. No es raro verme corriendo en el centro de Cuenca porque huyo de algo. O de fantasmas del pasado o de los señores que pegan mujeres porque sí o que inyectan cosas a las mujeres. Pero tristemente no siempre puedo huir de mí.  


Hoy bajaba la Benigno Malo

y adelante de mí estaba un señor

muy alto y muy borracho.

Tuve miedo y crucé la calle

para evitar un encuentro con él,

que estaba de espaldas.

Una vez en la otra acera,

una señora con una funda

de pan caliente,

cruzó también la calle

y se dirigió al hombre borracho

para extenderle la mano

con un pancito.

El señor le dijo

"gracias, seño,

que Diosito le bendiga".

Yo me dije

que soy un ser

en permanente aprendizaje

y que nuevamente la calle

me dio una lección de vida.



(La foto es de Corín Tellado mirando al infinito. Así me siento yo cuando reflexiono sobre mis fantasmas y prejuicios).

Otra vez me fui a hacer unas compras en Santiago de Chile, en un mall. Según yo tenía muy claro el camino de regreso a la casa. Caminé durante horas en la lluvia y todas las cuadras parecían absolutamente iguales. Me perdí. No había locales comerciales. Eran calles enormes, oscuras, con casas apagadas. Empecé a llorar. Era de noche. Pasaban carros y me salpicaban. No tenía la menor idea de dónde estaba. Regresé a la avenida. Una viejita me dijo para dónde va, le dije para la urbanización tal. Vamos juntas, dijo, voy para allá. Me contó que cuidaba a unos niñxs chiquitxs por las noches en una casa. Largos minutos de caminata después me di cuenta de que su trabajo era junto a la que era la casa en la que me esperaban. Esa señora era un Ángel. O era una proyección de la sabiduría de mi propio miedo, que a veces me ha llevado a desear con todo el ardor del mundo ser una anciana y saltarme la juventud y la vida adulta para no sufrir.

En Barcelona me fui a un hostal de playa donde no hice ninguna amiga, todas eran chicas rubias en bikini y yo era una ecuatoriana racializada que pensaba que era muy gorda, que quería pasear y hacer turismo más cultural, no turismo de bikini porque no tenía cuerpo de playa. En aquella época no existían los activismos gordos sino solamente la culpa por ser gorda. Me fui solita a ver ese gato de Botero y recorrí calles muy densas del Barrio Gótico que ahora están totalmente maquilladas por la gentrificación. Anduve sola hasta la medianoche sorteando peligros y enamorándome de unas chicas preciosas que dormían en las calles –lo cual el verano facilitaba– sobre el lomo de enormes perros guardianes. Yo quiero ese perro guardián, decía. Quiero ser Josephine Baker con Chiquita para protegerme de esta ciudad.

La ciudad más peligrosa para ser mujer debe ser México. Recuerdo una vez en México que íbamos a un café feminista. Las calles eran muy peligrosas y nos perdimos. Me parecía imposible que tan cerca de Bellas Artes pudieran existir calles tan abandonadas, oscuras, lúgubres y lóbregas. Tan encimita estaba que entré en pánico porque vi una rata. Grité como una loca y asusté a mis amigas. Una señora muy sabia, del lugar, me dijo pinche vieja de mierda es solo una pinche rata. Le doy la razón. Otra vez iba en México en taxi con mi amiga Fer que es psiquiatra y me notó demasiado nerviosa. Me parece que estuve en el punto más alto de deterioro de mi salud mental. Me dijo qué pensarías si el taxista acelera. Le dije que pensaría me van a secuestrar y que voy a ser víctima de una red de trata vinculada con los cárteles de droga. Me dijo que no podría diagnosticarme porque somos amigas, pero que estaría bien ir al psiquiatra. Que tengo patrones de pensamiento catastrófico. Le pude poner un nombre a algo que me acompaña desde siempre. Pensamiento catastrófico. Pinche vieja es solo una pinche rata.

A veces pienso que un pájaro es una rata, que un contacto de Instagram es un asesino en serie, que cuando el taxista acelera me va a hacer secuestro exprés y que la ciudad me va a tragar. Mis amigxs gays que me conocen bien y me entienden suelen dejarme en la casa en un taxi y regresar a la farra porque también me retiro rápido de las fiestas. Con mis amigas surge el dilema de quién acompaña a quién porque ambas somos igualmente vulnerables (¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted?) No falta el avísame cuando llegues. Llámame. Espérame en la puerta hasta abrirla. No tengo confianza para emborracharme en una reunión hasta las quince si no sé cómo voy a llegar a mi casa. A veces también pienso que no sé qué sería de mí sin mis miedos. De ley ya hubiera muerto por alcoholizarme y farrear hasta las quince amaneciendo botada por ahí. No sé si mis miedos me mantienen con vida o si me va a matar más rápido la angustia: esa presión en el esófago que es como un fuego.


9 de diciembre de 2020


Hola soñé que me iba a Grecia

y que ya tenía el viaje de ida

pero que para el regreso

me confundía de fecha,

no alcanzaba a llegar

y me quedaba atrapada.


Pepita Machado, Diario de sueños


No me ha pasado nada grave. Pero el miedo me pasa todo el tiempo como un veneno distribuido con dosis ínfimas, haciendo imposible una vida en dignidad. No solo para mí, sino para todas las mujeres. Nos pase o no nos pase, tenemos miedo. El miedo es para todas, las pobres, las ricas, las jóvenes, las viejas. Posiblemente yo tenga un problema de salud mental, pero el miedo, con más o menos intensidad, lo tenemos todas. Es para muchas niñas que nunca regresan a la casa y que salieron para estudiar. Es para mujeres ancianas que prefieren encerrarse porque si se olvidan el camino de regreso se pierden para siempre. Es para tantas mujeres que desaparecen y reaparecen como cadáveres flotando en el río. Y sin contar con el miedo que podemos vivir la mayoría de mujeres en nuestras propias casas: los lugares más peligrosos para ser mujer; con nuestras parejas: estadísticamente quienes tienen más probabilidad de asesinarnos.

"Cuando yo era niña estaba subida en el bus y un ladrón se acercó a una chica para robarle. Una señorita que estaba cerca trató de impedir que le hiciera daño. El ladrón le atravesó la cara con un cuchillo y le dijo: ‘toma por metida’. Yo era bien chiquita cuando vi eso y pensé que nunca más en la vida me iba a subir en un bus. Nunca conté a nadie. Yo estudiaba en el Garaicoa y mi casa estaba a dos horas a pie. Caminaba dos horas para llegar y dos horas luego de clases. Mi mamá me preguntaba que por qué llegaba tarde. Yo le decía "me gusta caminar". Y no era eso. Era que en la calle me sentía más segura que en el bus. No me importaba el tiempo, sólo estar a salvo."

Una compañera participante de mediana edad de un taller de defensa personal, lideresa barrial, 2017. 

No me pasa sólo a mí, quizás yo soy particularmente nerviosa, nos pasa a muchas, sobre todo nos pasa a las mujeres. La mayoría de nosotras hace cosas o deja de hacer cosas en función de la inseguridad que percibimos y que vivimos. Para nosotras es lo mismo que la inseguridad sea una realidad o una percepción porque limita nuestras posibilidades de movilizarnos, salir, viajar, estudiar y trabajar. Ese miedo nos lleva inclusive a desarrollar dependencias absurdas de terceras personas. Nos lleva a una sensación de indefensión y de carencia total de poder personal y de autonomía. Nunca compré un carro porque tengo miedo de cometer infracciones de tránsito y un posible homicidio culposo. Hasta ahí llegan mis miedos. También a la cárcel. A que me hieran y a herir.

Después de haber estado en pareja durante tantos años fue excepcional viajar sola. Mi seguridad estaba en la compañía. Después de casi dos años de encierro, sin salir más que por el barrio y al centro, o a Quito en avión, quise ir a Guayaquil por el feriado, sola, a una exposición colectiva donde participo y me armé de valor para viajar. Lo tuve todo listo, incluida la hospitalidad de mis amigas queridas que me iban a recibir. Sin embargo, horas antes de viajar, decidí quedarme. Jugaron mucho en esa decisión las noticias terribles sobre la inseguridad campante. Asaltos con cuchillos y con armas de fuego, secuestros y golpes. Hice caso omiso de todas estas noticias durante la semana, pero casi al empezar a hacer la maleta, la noche anterior, vi otra vez una noticia espeluznante. Que rompen las ventanas de los carros para asaltar, que se suben a los buses con cuchillos. Que el estado no hace nada. Que la alcaldesa ve como única solución que sea legal portar armas. Violencia con más violencia. Decidí no viajar. 

Después vino una crisis terrible. Empecé a pensar que no soy autónoma. Que no soy lo suficientemente valiente como Janeth Hinostroza dice que debemos ser las mujeres. Que no me iba a pasar nada pero que otra vez boicotea mis planes el pensamiento catastrófico. Que no puede ser que siga siendo tan miedosa, que ya tendría que ser más fuerte. Que tengo treinta y cinco años. Que hay niñas y mujeres realmente vulnerables, que yo soy una arrogante privilegiada hija de papis llena de taras mentales. Una Mía Colucci cantando Sálvame. Que tienen que confluir muchas cosas para que justamente a mí me pase algo. Que igual no soy tan importante. Que hay gente que viaja todas las semanas, todos los días, y que igual no les pasa nada o sí, y pasa, porque la vida no es solo claridad, es también sombra. Pero no fue mi momento. Después de chillar flagelándome lo conversé, hablé de eso. Lo conté. Y me dijeron amorosamente que no le debo valentía a nadie. Que ser autónoma y valiente no está reñido con tener precauciones, con guardarme y con cuidarme. Que en otro momento iré. Que no estar lista está bien. 

Entonces me calmé mucho. Saldré de mi guarida en algún momento. Del lugar en el que yo misma me puse y que a nadie, absolutamente a nadie, le importa.


27 de octubre de 2020


En un momento de la madrugada

pude sobrevolar la casa.

Me pasa a veces,

muy rara vez lo puedo recordar,

que, en el estado entre el sueño y la vigilia,

siento que empiezo a salir de mi cuerpo

y elevarme

y cada vez lo hago con menos miedo

y más confianza.

Esta vez pasó,

pero no lo pude sostener

por mucho rato.

Sobrevuelo mi cuarto,

después la casa,

luego paso a la calle,

a veces llego a la avenida

y siento que soy un dron sobre la ciudad.


Pepita Machado, Diario de sueños.


No espero a que mi apellido sea Kardashian para que el miedo a salir no sea un tema. No espero no vivir en este país para caminar tranquila por las calles. Solo quiero liberarme de mi mente. Y no sé si sería mucho pedir, pero exijo del estado más seguridad para les niñes, mujeres y personas disidentes. Ojalá algún día pueda sobrevolar el mundo, sola, como un dron. Sin miedo. Pinche vieja ridícula. Es sólo una rata.


Comentarios

  1. Hermosa Pepita, cuando te leo siento que leo muchas cosas de mi propia vida y de la vida de muchas vidas que me importan. Que curioso que dos de tus sueños sean tan parecidos a sueños míos. Generalmente, antes de viajar en avión sueño que me confundo, me pierdo en el aeropuerto, en las calles y nunca llego... Y ese sueño de salir de la casa y flotar por encima de las calles como si fuera un dron también me acompañó durante mucho tiempo, desde niña, antes de saber lo que es un dron. Pero más allá de eso, me das fuerza y valor al permitirme saber con tus textos que una mujer tan fuerte, valiente, inteligente, que es digna de tanta admiración de mi parte, es tan humana; sienta, al igual que yo miedos tan profundos; desee al igual que yo, liberarse de esa mente, que en ocasiones lo sabotea todo. Te seguiría escribiendo mucho con muchas cosas que te quisiera decir, pero las ocupaciones me reclaman. Aun así, creo que nos cruzamos en el camino por algo, quizá en el momento que estuvimos cerca, no era el momento de conocernos a profundidad, pero siento que en algún momento, tendremos la oportunidad de hacerlo. Si se te ofrece conocer unos pueblitos lindos de Antioquia, acá esta mi casa y mi vida simple junto a mi hijo. Te abrazo con el corazón.

    ResponderEliminar
  2. Mi querida Marce, te agradezco muchísimo por este mensaje tan sentido. Me hace muy feliz saber que aun estando lejos, compartimos sentimientos y experiencias de vida. A veces pienso que simplemente tengo problemas de salud mental, pero no es casual que nos pase a tantas mujeres tener miedo y que nuestras decisiones de vida y de autonomía estén limitadas por el peligro percibido o real. Qué hermoso lo de tus sueños. Es muy amoroso, bello y generoso de tu parte darte el tiempo de leer lo que escribí y comentarlo con tanto cariño y cuidado. Espero también que llegue el momento de conocernos mejor y de encontrarnos. Yo estoy acá en Cuenca feliz de volver a verte algún día y claro que me encantaría ir a Antioquia a visitarlxs. Tengo los mejores recuerdos de ustedes, de mujeres hermosas que admiré tanto y que quizás en ese momento no tuve las condiciones para conocer mejor. Qué bueno que las redes sociales nos sigan juntando. Te mando un abrazo inmenso y mi cariño de siempre, reforzado. Recibo tu abrazo con el corazón.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario