Sobre Rafael Correa y el despertar de mi conciencia feminista


En un pequeño cajón de recuerdos personales, tímidamente, un recuerdo de mi participación electoral a los 22 años


Escrito en 2018

En este discurso recurriré a la confesión autobiográfica y al autoescarnio y al mea culpa para explicar algo de mi trayectoria vital, como persona en permanente reseteo y con mucho todavía por aprender. Yo fui correísta hasta 2009, más o menos. Yo fui la primera muchacha en Cuenca que repartió folletos con los cinco ejes de la revolución ciudadana cuando a Correa no lo conocía nadie en 2006. Recogí firmas por las calles a diez centavos la firma y gané dieciséis dólares con los que me compré un par de zapatos. Lo hice por dinero y móviles naif. Después fui sabiendo más de él y no me disgustó. Con los años, mi mirada fue cambiando. Pensé en Rafael Correa y el recrudecimiento de sus posiciones misóginas conforme iba perdiendo pelo y ganando poder. No fue él solo quién nos iría traicionando, fui yo –no incluyo a nadie más que yo, cada quien hará este ejercicio a su modo- quien cambió. Así como en la época adulta valoramos como producto de la ingenuidad y el romanticismo de la juventud nuestros errores amorosos y nuestro apego y hasta apasionamiento por figuras patriarcales –de la familia, de la academia, de la pareja- al extender este análisis al fascinante mundo de la política, romper el orden simbólico del padre e instalar el de la madre, cambia nuestro mundo interior y nuestras preferencias electorales, radical e irreversiblemente. 

Tenía yo veinte años y era estudiante de derecho de la Universidad de Cuenca. Anunciaron la visita del entonces exministro de economía a nuestra ciudad, que se perfilaba como candidato presidencial. Se presentaría en una conferencia sobre el rumbo de la juventud –o algo así- en el paradigmático teatro Carlos Cueva Tamariz, construido en 1964, antes de su minimalista restauración. Con esta remodelación, iniciada poco después, en 2008, quedarían atrás, en el mismo depósito de las viejas butacas rojizas y del espeso y anacrónico cortinaje, los debates a sangre y fuego por la presidencia de la FEUE. La remodelación también sepultaría los estertores del modelo universitario combativo, tirapiedras y de bomba lacrimógena en que había que ir a clases –o no ir, por las constantes huelgas- con la emoción y el terror de los encuentros con la policía y la amenaza de las balas perdidas en las Avenidas Doce de Abril y Solano. La remodelación del teatro fue también una metáfora de la desmovilización y elitización del movimiento estudiantil de la universidad pública, ahora descafeinado.

Cuando Rafael fue como invitado de honor y conferenciante a Cuenca, no había literalmente dónde poner un pie en el teatro. Yo salí corriendo antes de que terminara su conferencia y me habían apasionado el porte del precandidato y su discurso vehemente, que apelaba a mi sensibilidad indignada ante las injusticias, a mi conciencia de clase, gusto por la farándula y deseo de poder popular. Me subí a un árbol para verlo mejor. Salía el Rafael con una nube de profesores y estudiantes detrás, asediado y brillante. Se acercó al árbol en el que yo estaba, no se acercó a mí, sino pasaba por ahí, y le extendí la mano. Apretó mi mano. Lo vi a los ojos y me pareció, lo confieso, un hombre guapísimo. Por supuesto que voté por él, fue un encandilamiento automático.
 
Leía, mientras pensaba en eso, un análisis de Rafael Mérida sobre “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig, conmovedora historia sobre la relación erótica entre dos presos, el confeso homosexual Molina y el revolucionario Valentín Arregui y cómo en esta novela la larga conversación entre Molina y Valentín va transformando las vidas de ambos. El primero decora con sus relatos fantásticos y glamurosos una realidad que es insoportable y va tiñendo de sensibilidad melodramática las posiciones políticas radicales y la visión áspera de la vida de su compañero de celda. Valentín es un hombre sensible pero racional, que aprende a escuchar con atención y arrobamiento las recreaciones cinematográficas de Molina y su percepción romántica, kitsch, idealizada, dulce y sufriente del amor. En cambio, Valentín va interpelando a Molina en sus ideas convencionales y estereotipadas, con su discurso político de izquierda, propio de una época de rebelión juvenil en que ni la cárcel ni la muerte detendrían su afán de cambio social radical. Lo que le dice Valentín a Molina, quien siente pasión amorosa exclusivamente por hombres heterosexuales y para amarlos se enuncia a sí mismo en femenino, sin cuestionar la brutalidad o lo opresiva que pudiera ser la relación, a cambio, apenas, de placer sexual y de seguridad económica, es muy importante:

 “-Quiero decir que si te gusta ser mujer… no te sientas que por eso sos menos. (…) Vos no lo sentís así, te hicieron el cuento del tío los que te llenaron la cabeza con esas macanas. Para ser mujer no hay que ser… qué sé yo… mártir.” 

“-Y prométeme otra cosa… que vas a hacer que te respeten, que no vas a permitir que nadie te trate mal, ni te explote. Porque nadie tiene derecho a explotar a nadie. Perdóname que te lo repita, porque una vez te lo dije y no te gustó.” 

Rafael Mérida afirma que “Molina, a pesar de su máscara femenina tradicional (del estilo ‘Yo estoy enamorado de un hombre maravilloso, y lo único que quisiera es vivir al lado de él toda la vida’) estaría formulando un discurso sexual nuevo, mucho más radical que el mostrado en tantas obras posteriores. Así, la “intolerancia de las izquierdas politizadas en Argentina de la década del setenta para aceptar a los miembros gay en sus filas es justamente lo que la novela de Puig viene a traer a polémica”. 

En los movimientos de izquierda y en la política en general, mujeres y disidentes sexuales hemos sido sistemáticamente discriminadxs. Por eso persiste la lucha de las mujeres por posicionarnos con nuestras demandas específicas en las propias organizaciones de izquierda, donde tradicionalmente hemos sido y somos silenciadas, vistas como histéricas separatistas o, peor, como irrelevantes o secundarias. Pienso que la voz de Valentín Arregui –aunque parte del privilegio de enunciación masculino y eso parece darle una credibilidad y autoridad mayores- es la de muchas mujeres que en nuestras vidas nos han alertado sobre las trampas del amor romántico patriarcal y del peligro alienante de los vínculos sentimentales y sexuales cuando no están gobernados por el respeto y la igualdad. Esos apegos tontos, a hombres que no nos respetan, también pasan en la política. Como políticas militantes que nos buscamos la vida en los espacios en que el poder sigue siendo masculino, o como electoras que podemos idealizar y proyectar nuestras fantasías de una vida mejor en la imagen del buen padre de familia o del galante protector que los políticos ecuatorianos tradicionales tan bien han encarnado. 

Volviendo a Rafael, siempre fue machista. Mi conciencia feminista no despertaba en ese momento. Basta analizar esa estrategia discursiva del hombre de dividir a las mujeres y a las feministas entre “racionales y radicales”. Para Rafael hay dos tipos de mujeres: las que merecen sus halagos galantes y las que merecen sus insultos. Como todo patriarca. Ya en la constituyente de 2007, cuando el movimiento feminista tuvo una importante participación con una agenda progresista de derechos y mujeres feministas formaron parte de su movimiento político, siendo hasta cierto punto, “toleradas”, la posición de él era igual de reaccionaria que la actual. Tal vez un poco más velada, mediada por la enunciación de la “discrepancia en asuntos de conciencia” como sana e inevitable en el juego democrático. Siempre se definió como un “cristiano de izquierdas” y “defensor de la vida desde la concepción” y contrario al discurso “mi cuerpo, mi decisión”. Le dejo hablar, en la ceremonia de inauguración de la Asamblea Nacional Constituyente de Montecristi, en 2007:

"[…] necesariamente vamos a tener posiciones discrepantes en asuntos de conciencia. Somos extremadamente respetuosos de todas las posiciones, y en lo personal, jamás me he creído con la solvencia para tirar ninguna primera piedra. Sin embargo, debo reconocer que, de igual manera, jamás he entendido propuestas como “mi cuerpo, mi elección”, cuando es claro que el embrión, feto o bebé que una madre porta ya no es parte de su cuerpo, y nadie tiene derecho a decidir sobre esa nueva vida. Por ello, por mi formación humanista y cristiana, en caso de que la nueva constitución apruebe la eutanasia prenatal, más allá de lo que ya está estipulado en los códigos actuales, precisamente por cuestión de conciencia sería el primero en votar no en el referéndum aprobatorio."

El mismo Rafael, años después, llamaría “traidoras” y “desleales” a las asambleístas de su bloque que se pronunciaron sobre la necesidad de despenalizar el aborto en casos de violación y anunció su inmediata renuncia si tal cosa llegaba a aprobarse. Paola Pabón retiró la moción ante las amenazas y tres fueron sancionadas con un mes de suspensión de sus actividades.  El Universo, en su edición del 13 de octubre de 2013, anuncia que Correa insistió en que las asambleístas de su bloque conocían muy bien su posición sobre el tema y se preguntó ¿por qué se tomaban tantas fotos con el presidente en campaña? ¿ahora soy un monstruo (al) que no le interesa los derechos de las mujeres?

Efectivamente, el discurso de Correa fue siempre el mismo, en el fondo. También fueron distintas las estrategias de sus colaboradoras feministas para pelear por temas que “no le gustaban” al presidente. Si me piden mi opinión, yo creo que la participación política de las mujeres es un derecho y que todavía el poder no es nuestro. Admiro como utopía la creación de una república feminista en que gobernemos con nuestros ideales, pero ese escenario aún nos queda lejos. Pelear adentro es una opción legítima y se pueden conseguir cosas que estando afuera, no. Pero una estructura tan jerárquica y vertical de poder como la que manejaba AP y la particular misoginia del presidente, se fueron volviendo obstáculos infranqueables. 

En lo que a mí se refiere, no volvería a engancharme ni como política, ni como electora, con un discurso tan patriarcal. Lo podría oler a kilómetros. Lo reconocería de inmediato y lo descartaría. Y eso le agradezco al feminismo. No creo que sea invulnerable o que deje de haber en mí ese factor de enganchamiento e impresionabilidad que se aferra a unos ídolos que luego resultan ser de barro. Pero sí he hecho un esfuerzo consciente por priorizar en mi vida las elecciones que están del lado de las mujeres y a no considerar digno de mí ni de mi país, ningún discurso o proyecto político en el que no estemos expresamente nosotras, como protagonistas y como compañeras. No más como reinas de belleza, esposas de, fuerzas de choque, o quienes preparamos la comida en los mítines. Eso no es gratuito y viene de una pelea de años de tantas mujeres por darle a nuestra voz pública el espacio que merece. 

Si mi yo de veinte años hubiera tenido conciencia de las implicaciones de ese discurso moralista y patriarcal de Rafael, nunca se hubiera subido al árbol. Entonces, de repente importaban más otras cosas, como la oferta del combate a la corrupción, la recuperación de la soberanía del estado con los ingresos petroleros, la mejora de servicios de educación y salud y el entierro de “los de siempre” con la “ciudadanía” en el poder. Porque a mí no me tocaban entonces las reivindicaciones contra la violencia de género –en todas sus formas-, tampoco sobre la urgencia de la despenalización del aborto o la inclusión de las demandas de identidad y derechos de familia de las diversidades sexuales. Todo eso era para mí, por ignorancia, secundario, y solamente porque era tan inconsciente que era incapaz de ver la magnitud de las violencias contra las mujeres, incluidas aquellas que naturalizaba y que me afectaban. Este proceso, por supuesto, lleva años. Sigo quitándome de encima muchos velos de idealización que vienen, en nuestra cultura, de la intocabilidad de la figura paterna y del desprecio por las mujeres y lo femenino, que hemos interiorizado al punto de no privilegiarnos y justificar las agresiones que vivimos y de las que somos espectadoras.

Gracias al feminismo empecé a reconocer la importancia de los discursos. Que lo personal es político. Que, si el presidente agrede verbalmente a una mujer, se burla de ella, la piropea como objeto sexual o la insulta con calificativos sexistas, nos está violentando a todas. Y esto sin hablar de que todo el modelo de estado y de gobierno propuesto por la revolución ciudadana es absolutamente tutelar, jerárquico, patriarcal y violento. Puedo comprender que mujeres feministas que apoyaron a Rafael, y que entonces ya tenían conciencia de género, pelearon adentro, con él y con los grupos reaccionarios que se movilizaron desde las iglesias. Claro que las mujeres pelearon, al menos para que se mantengan los mínimos. Algo se avanzó en declaraciones constitucionales sobre participación política –terreno menos espinoso que el de los derechos sexuales y derechos reproductivos- y en el reconocimiento, al menos formal, de la importancia de los cuidados, la seguridad social para trabajadoras del hogar, la conciliación, la corresponsabilidad y la unión de hecho entre personas del mismo sexo, la diversidad de familias, la libertad estética, la lucha contra la violencia de género. Pero también se tendieron las trampas elevadas a rango constitucional que nos tienen, hasta hoy, peleando por lo elemental. El derecho a la vida “desde la concepción”, el matrimonio y la adopción como privilegios heterosexuales, reflejan la inflexibilidad de un líder mesiánico que prefería renunciar a garantizar los derechos de las mujeres, la ausencia de una estructura de contrapesos democráticos que actuara de manera crítica y en contra de la voluntad caprichosa del presidente y el orden intacto de la sociedad que es misógina y que se opone radicalmente a la igualdad de género y a la agencia de las mujeres que deciden moverse más allá del destino doméstico, maternal y tradicional, que tampoco han sido revalorizados o dignificados, sino únicamente en planos alegóricos. 

Romper el orden simbólico patriarcal es reconocer que la conciencia feminista es una fuerza simbólica que nos cambia el punto de vista, como dice Luisa Muraro. Dependiendo de nuestra situación personal y de los límites que nos imponen las pesadas estructuras –múltiples- de dominación que soportamos, nos permite ser críticas también con nuestras decisiones futuras y entender las pasadas, en todos los aspectos de nuestras vidas, como resultado de unos deseos moldeados por la ideología dominante. Hemos admirado hasta la saciedad la inteligencia y el talento de los hombres, pasando por alto su posición de privilegio que les ha permitido hablar, formarse y hacerse un lugar en el mundo. Hemos destacado el genio artístico e intelectual de nuestros profesores dejando de lado algunos “chistes” y comentarios machistas e hirientes, porque eran “chéveres”. Les hemos perdonado a nuestros amigos, novios y parejas actitudes violentas y misóginas porque necesitábamos sentirnos queridas y porque al final, no eran tan malos. 

Esa laxitud ha sido resultado de violencias múltiples, no es nuestra culpa. El mismo sistema nos ha expropiado el punto de vista para recrear nuestras fantasías amorosas, sexuales y políticas con los ojos de ellos. Y no es que tengamos una esencia femenina inmutable, pero sí unos lazos de género, porque las mujeres, colectivamente, unas más, otras menos, hemos vivido violencia y discriminación por el hecho de ser mujeres, en algún momento de nuestras vidas. Falta mucho, sí. Todavía sigo en el proceso de idealización de situaciones y personas y de pronto no tengo la clarividencia que admiro en un montón de hombres y mujeres para reconocer la impostura y la megalomanía. La vida es así. Pero sí tengo la claridad de que las mujeres somos fundamentales. Somos diversas y también peleamos entre nosotras, pero debemos exigir, constantemente, no solo al presidente, sino al compañero, al novio, al marido, al amigo, al alcalde y al prefecto, nada menos que todos nuestros derechos. 

Ahora bien, por supuesto que habría que distinguir entre las mujeres que pelean por nuestros temas adentro de un movimiento político con los consecuentes costos personales y políticos y con toda la violencia que esto les pueda significar, pero que tienen una intención real de transversalizar la mirada de género e interseccional en las acciones y políticas; de mujeres que instrumentalizan los discursos feministas para posicionarse y que renuncian a ellos cuando se trata de ser orgánicas, como si se pudiera elegir ser feminista de acuerdo con la ocasión. No nos idealizo a las mujeres y este artículo de reflexión propia refleja también un momento de mi vida en que, en lo personal, tengo mucho que trabajar todavía. Sé que hay mujeres que saben, que no están "alienadas", cuya militancia no obedece a complejos paternos o internalización de afectos patriarcales, sino a intereses propios. Yo no les hablo a ellas, nos hablo a quienes sí podemos tener mejores referentes. En mi propio movimiento político (fui militante de Ruptura por 10 años) que se definía "feminista" en las manifestaciones de Octubre fui tachada por mis propios compañeros "aliados" de "machista" por decir que los chapas no debían echar gas sobre las mujeres y los niños. El extraño punto de ellos era que, cómo les voy a decir chapas a los chapas y que las mujeres campesinas eran responsables de sus hijxs y no solo ellas, sino también "los padres" porque hay "corresponsabilidad". Todas las mujeres me defendieron. Salí de ahí, cómo no, y para siempre. Y posiblemente no vuelva a militar más en otra organización política,  pero abrazo a quienes sí lo hacen con una posición innegociable y no móvil en función de otros intereses. El feminismo no es a la carta.

Si todas nosotras vamos cambiando ellos tendrán también que cambiar. Recuperar los lazos entre nosotras, tomarnos en serio, es un paso clave para afianzarnos como subjetividades valiosas, múltiples e iguales en dignidad. Así ningún machista ramplón ganará elecciones.

P.D. Este artículo responde a mi proceso personal, no son lecciones para nadie, son aprendizajes. De seguro en unos años lo reviso y me asusto. Después de muchas cosas vividas, personal y políticamente, rupturas importantes y nuevos horizontes lo único que me queda firme aunque también lo haya puesto en duda, es el feminismo. Algunos matices que incluyo parten también de mi proceso terapéutico de desidealizar a las mujeres y humanizarlas al aceptar que somos tan capaces de maldad como los hombres, pero nunca las beneficiarias de los pactos patriarcales que podemos suscribir. Y también de mi trabajo con mi figura paterna, a quien amo y por quien he proyectado en otros rasgos de bondad. Los hombres y las mujeres somos humanos, tenemos luces y sombras. No podemos endiosar a nadie.

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