La violencia en el espacio público y en el espacio privado. Dos caras de la moneda machista.



"Yo me casé con él jovencita, tenía dieciocho años. Tuvimos cuatro hijos. Él me llevó a España y allá me daba todo. Yo ya quería comenzar a trabajar, pero él no me dejaba. Sólo quería verme embarazada. Escondidita de él comencé a tomar pastillas anticonceptivas. Comenzó a preocuparse porque no me embarazaba de nuevo y me dijo que me vaya al médico. Y ahí calladita yo aprovechaba para que el médico me dé más pastillas anticonceptivas. Un día como yo no mismo me embarazaba, supe que se hizo de otra. Y se fue con ella. Casi me muero, me botó en un país que yo no conocía, sin un centavo, sin trabajo. Pensé en ese momento en suicidarme. Gracias a Dios pude regresar. Mis amigas me decían que a lo mejor yo no tenía pena de él, sino que le extrañaba porque me daba seguridad. En verdad cómo le iba a querer, si me pegaba. Además era borracho, parrandero, y no cumplía con sus obligaciones. Descubrí un tiempo después que había tenido una hija con una prima mía. Imagínese. Tiene como siete hijos y quiere seguir teniendo hijos y no cumple con ninguno. Cuando logré separarme definitivamente fui muy feliz. Aprendí a trabajar. Él me convencía de que yo no valía para hacer nada, pero sí puedo. Vea usted. Me enamoré años después y me volví a casar. Mi actual marido es bueno. No es malo como el otro. Un poco de mamitis tiene. Pero nada más."
A pocos días del Día de la Madre, es necesario contar otras historias, las de la maternidad como forma de control patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres, para impedir su autonomía. Esta historia la escuché, con algunas variaciones. Pero es la historia de muchas mujeres, que viven para contar sus penas y que tienen una enorme fuerza, que les lleva a salir adelante con sus hijos e hijas. Con ellos o a pesar de ellos. (De los maridos, claro).


"Cuando yo era niña estaba subida en el bus y un ladrón se acercó a una chica para robarle. Una señorita que estaba cerca trató de impedir que le hiciera daño. El ladrón le atravesó la cara con un cuchillo y le dijo: ‘toma por metida’. Yo era bien chiquita cuando vi eso y pensé que nunca más en la vida me iba a subir en un bus. Nunca conté a nadie. Yo estudiaba en el Garaicoa y mi casa estaba a dos horas a pie. Caminaba dos horas para llegar y dos horas luego de clases. Mi mamá me preguntaba que por qué llegaba tarde. Yo le decía "me gusta caminar". Y no era eso. Era que en la calle me sentía más segura que en el bus. No me importaba el tiempo, sólo estar a salvo."
Esta historia me contó una señora el sábado en la mañana, en las clases de defensa personal que estamos tomando para estar atentas y tener herramientas ante una situación de agresión. Repetimos constantemente: la seguridad nuestra es responsabilidad del estado. No es deber de nosotras "cuidarnos". Sin embargo, no está demás fortalecernos, físicamente y anímicamente, para estar listas frente a una emergencia. Como la señora que me contó esta historia, yo misma y todas las mujeres, día a día, nos ganamos las calles, literalmente. Aparte de cuidarnos de la delincuencia, tenemos que cuidarnos del acoso sexual en los espacios públicos. Durante años la señora que me contó la historia, sin saberlo nadie más, invirtió cuatro horas de su vida, diarias, para evitar peligros. Caminar en zigzag, regresar a las seis y media antes que anochezca, evitar calles, pedir a un hombre que "nos acompañe", son algunas de las estrategias de supervivencia de las mujeres ante la inseguridad que nos aqueja. La inseguridad real y la inseguridad percibida son igual de importantes. Porque ambas coartan nuestras libertades y nuestra tranquilidad. Por eso trabajamos por diseñar y mantener espacios seguros. Y no está demás organizarnos. Responder, reaccionar, dejar la indolencia cuando una de nosotras es agredida. Incluso cuando no auxiliamos, el miedo también tiene género. Nosotras tenemos más miedo porque estamos en vulnerabilidad. Pero ya no más. Es necesario desacralizar el peligro. No vivir con miedo. Tomarnos las calles. Si logramos al menos la sanción social del acoso sexual en buses y calles, estar vigilantes cuando vamos en transporte público de lo que pasa con las mujeres y las niñas, que sea vergonzoso e inaceptable que se ejerzan violencias contra las mujeres en la calle y en la casa, habremos trabajado la mitad. La otra mitad es del estado, de la policía, de las autoridades municipales, de justicia, del sistema educativo y de salud. Enfrentar la violencia requiere de “un pulpo” de medidas. Tomar conciencia es la primera. Saber que si tengo miedo, no estoy sola. No es natural la violencia. Yo tengo derecho a no tener miedo. Tengo derecho a subirme al bus sin que me jodan. Hablemos de ese tema y no vivamos en el miedo y en el silencio. La violencia es pública, y nunca es nuestra culpa.

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