Sobre los reinados de belleza en Cuenca

Se ha cuestionado siempre, desde el feminismo, a los reinados como la muestra más decadente de cosificación de las mujeres. ¿Por qué? Pues es simple: los reinados de belleza establecen modelos de ser mujeres que no se compadecen con lo que la mayoría de mujeres somos. Establecen un rango de edad, unos cánones estéticos y hasta étnicos que no tenemos todas las mujeres de Cuenca. Establecen unas alturas, unas medidas, unos pesos y unas edades que pocas pueden alcanzar. Favorecen un sistema de subordinación de las mujeres y de su consideración como objetos. Los reinados, desde aquel pequeño del club deportivo más barrial, hasta Miss Universo, son industrias millonarias. Y esa es otra cosa que me molesta. Son grandes aliados del capitalismo y de la imagen de las mujeres como eternamente jóvenes, como eternamente consumidoras de productos para la belleza, como decorativas. Y son esos moldes de belleza los que causan en muchas, cuando no calzan, sufrimiento, angustia y hasta trastornos.



Otra cosa que me molesta es ese peligroso remozamiento de los conceptos de los concursos. Desde que, en el discurso, comenzó a sonar políticamente incorrecto que a las mujeres se nos tratara solamente como objetos decorativos, los reinados de belleza incorporaron como parte de la competencia la respuesta de preguntas absurdas, que van desde cuál piensa la candidata que debe ser el destino de la humanidad, o con qué poblaciones vulnerables trabajará, o cuál es el personaje al que admira (y la respuesta de esa pregunta siempre suele ser “a mi mamá”, para las más sencillas y espontáneas, y otras, en un afán de sofisticación y para dar idea de lo bien que se desenvolverán en los roles de beneficencia social inherentes a la corona dirán que “la Madre Teresa de Calcuta” o ya, en una idea más moderna, “el Papa Francisco” o "Lenin Moreno"). Eso de hacer preguntas para que estas hermosas mujeres “demuestren” que además de ser “bonitas” son “inteligentes” presenta un problema. Porque no se habla solo de esas mujeres, sino de una forma de concebir a las mujeres en general: como bonitas, pero también como potencialmente capaces. Pero esa capacidad, que no es como la belleza, que se ve a simple vista, debe demostrarse. Yo digo, si es que el concurso es de belleza, que se premie la belleza. Pero lo otro es como decir: sí, somos bellas, pero también inteligentes. Como si lo uno y lo otro se contradijeran.



En Cuenca, ha existido por décadas el concurso de la Reina de Cuenca. Ella se erige no solo en soberana de la belleza, sino que se convierte en una suerte de autoridad. Incluso recibía (no sé si recibe todavía) un sueldo de la Municipalidad por las funciones que desempeña. Lo cual, dadas las cosas, no me parece mal, pues su trabajo es un trabajo y dice la Constitución que está prohibido que sea gratuito.



Las sesiones solemnes del Concejo Cantonal, del que he sido parte estos últimos años, tienen lugar con motivo de la conmemoración de la Fundación (12 de Abril) y de la Independencia (3 de Noviembre) de Cuenca. Son una muestra bien interesante de los símbolos atávicos que le dan sentido a una parte de nuestra sociedad. No son, a mi juicio, fiel reflejo de lo que efectivamente pasa en la ciudad y con quienes la habitamos, porque prevalecen las personas adultas, de clase media alta, figuras políticas, burócratas de turno, l@s ciudadanos notables y los/as aristócratas, casi vacas sagradas, que pareciera que por cuestiones iusnaturalistas merecen un sitio en el solemne acto.  Está también, sentada en primera fila, aquella trilogía del poder: representantes de la Iglesia, de la Fuerza Pública y del Gobierno. Entre esas figuras, siempre masculinas, aparece la mujer. El sujeto mujer construido para “equilibrar” la parafernalia de sentido casi caricaturesco, de la que se supone que es la máxima gala de la ciudad, es la representante de la “belleza e inteligencia de la mujer cuencana”. Hablamos de la Reina de Cuenca, secundada por la Reina de los Barrios, la Chola Cuencana y la Morlaquita. Son dignidades de la ciudad. Ya que las mujeres históricamente no hemos tenido referentes de máxima jerarquía en la Iglesia, la Policía, la Milicia y el Gobierno, el eterno femenino se traduce en la llegada de las Reinas, para supuestamente, diversificar el imaginario de la sociedad.



El clasismo del evento de belleza “más importante de la ciudad” es evidente. He conocido por testimonios referenciales de bellas amigas mías que han participado en dicho galante torneo, que el ambiente adentro es muy competitivo. Desde el acceso al concurso está marcado por dificultades. De ese primer tamizaje resultan unas candidatas de características más o menos homogéneas: todas universitarias, todas blanco-mestizas, todas bellas (respondiendo a ciertos cánones), todas con algo de dinero (para soportar las exigencias de vestuario, peinado y otros gastos que el concurso demanda y que no se abastecen con los apoyos de las instituciones auspiciantes) y raramente habrá alguna de apellido indígena, más bien se configuran en representantes de la pasada de moda, pero vigente, aristrocracia cuencana.



Como respuesta a esta presencia hegemónica y en el afán de democratizar el premio a la belleza, surgen otros certámenes: la Reina de los Barrios (de carácter urbano pero más popular que la aristócrata reina de Cuenca) y la Chola Cuencana (de carácter rural). De esta manera, cada sector se siente representado en una beldad.

Aunque el elemento de clase diversifica estos eventos, dentro de sus propias categorías, aquellos reproducen los mismos esquemas: la competencia, la belleza como valor supremo, y la asignación sexista de tareas a la ganadora del certamen, de carácter estereotipado: ella trabajará con la esposa del Alcalde en eventos de beneficencia dirigidos a la niñez y adolescencia, a los adultos y adultas mayores y a las personas menos favorecidas de la sociedad. Al estilo de Susanita, la amiga de Mafalda, las reinas sacarán ventaja de su carisma, de su belleza e inteligencia, para recaudar fondos en eventos “galantes” que luego serán invertidos en ayuda a “quienes más lo necesitan”.



Siempre he cuestionado este esquema de acción de carácter asistencialista. No es solidario. Sin embargo, todas estas críticas que tengo a los reinados, me han provocado bochornos en el momento de conocer personalmente o de enfrentarme a alguna reina y/o exreina. Muchas de ellas son mujeres sobresalientes: lindas, inteligentes, solidarias, amantes del arte y de la cultura. No todas cumplen con ese estereotipo de aniñadas, superficiales, o bobas que les quieren endilgar. ¿Cómo yo, desde mis ideas y conceptos puedo juzgar a otras mujeres por querer participar en certámenes de belleza? Si acaso lo hago, no faltará quien piense que lo hago desde el resentimiento de “la niña más fea del grado” a quien nunca, salvo en un sorteo, quisieron nominar para madrina en la escuela.



A propósito de eso, creo que uno de mis traumas infantiles de menos grata recordación era aquél de los momentos de elección de las niñas más bonitas del grado para que fueran las madrinas candidatas a “Niña Deportes”. Esto era, partiendo del esquema hipersexista de que las estrellas deportivas en una escuela mixta serían los varones y que las niñas vendrían a engalanar la solemne inauguración de las contiendas deportivas con sus mejores vestidos. La elección, año a año, de la compañera más bonita era una tortura. Todas querían ser elegidas. Sus nombres se anotaban en los pizarrones, entonces de tiza y la mano de la maestra o maestro del grado se deslizaba sobre esa superficie de un verde botella que tengo clarito en la mente, para ir anotando los votos de cada una. Lágrimas infantiles rodaban secretamente por las mejillas de las no favorecidas.

Todo concurso de belleza relacionado con niñas me parece perverso. En eso sí tengo una posición absolutamente firme. En los concursos de adultas, me siguen las dudas, dependiendo del caso. En el caso de las niñas no. Desde pequeñas imponerles valores asociados con lo físico, con el sentido de la competencia, con la imitación de una figura adulta, no es adecuado para su edad ni para la construcción de una sociedad más abierta, inclusiva e igualitaria.



Así las cosas. Desde chiquitas, nos enseñaron a las niñas que la belleza era un valor importante para cultivar. Cosa que a los niños no se les enseñaba, nadie elegía al “Niño Deportes”. Y nos enseñaban también que había cosas que no podían ganarse trabajando en ellas, sino que más bien venían dadas como dones o como regalos celestiales: la belleza. Y si no éramos lindas teníamos que ser bien estudiosas para tener éxito en la vida. Como decía Laura León, en su talk show La señora León, programa que veíamos con mi mami a la hora de planchar y que siempre nos robaba sonrisas alternadas con lágrimas en esas tardes de adolescencia del colegio que parece que nunca se iban a acabar: “quien es bella, tiene la mitad de la vida comprada”. Así, la belleza, se convertiría en una ventaja inefable.



Este esquema siempre me ha parecido complejo, criticable, pero una cosa es mi opinión desde la niña a quien nunca propusieron ser candidata a madrina del kínder, y otra la de las mujeres bellas que tienen gusto por los certámenes y que desde pequeñas participaron en ellos. Más bien, la experiencia demuestra que ser bella en ciertos contextos es un factor de riesgo mayor. “la suerte de la fea la bonita la desea”, dice el dicho. Porque a veces ser bella es sinónimo de ser pecadora, de ser provocadora, de ser tonta. Muchas mujeres con poder político, por ejemplo, se han visto en la necesidad de masculinizarse para encajar en un ámbito patriarcal como ese, para ser tomadas enserio. Por qué, porque se tiene desconfianza a lo femenino poderoso. Utilizar trajes sastres, sacos y pantalones, ha sido una estrategia de muchas mujeres para mimetizarse en un mundo que no estaba preparado para recibirnos. Lo hiperfemenino es criticado por asociarlo con la provocación, con el terreno de la seducción, con la culpa, con la falta de profesionalismo. Y muchas veces las primeras en criticarnos la forma de vestir somos nosotras mismas.



En este escenario de contrastes, emergen nuevos sujetos que se posicionan políticamente a través, en principio, de su sola presencia. Las personas LGBTI. Ellos y ellas también han creado sus eventos (lo que no quiere decir, de ningún modo, que toda la población LGBTI se reivindique de esa forma, le guste o los comparta) pero efectivamente, uno de los sucesos más trascendentes de quienes buscan visibilizar su diferencia, es la elección de la Reina. Menos ruidoso pero igual de esperado es el evento de visibilización lésbica, Mr. Bum-Bum, realizado en una discoteca exclusivamente de mujeres, donde las chicas se travisten y se convierten en hombres fuertes, aludiendo a aquellos estereotipos del varón bombero, carpintero, policía, vaquero, militar, etc.  



En Cuenca, precisamente la elección de una reina gay fue el detonante de la despenalización de la homosexualidad. En 1997, en una fiesta privada que se hizo en el Bar Abanicus, decenas de personas fueron detenidas en el marco de un operativo policial que irrumpió en el lugar, comandado por el Intendente de Policía, quien había afirmado entonces que lo hizo ante las presiones del barrio. El vecindario se quejaba del supuesto escándalo que las reuniones de hombres homosexuales, sobre todo, generaban (en ese tiempo la presencia en espacios públicos de mujeres lesbianas era escasísima, o talvez inexistente.)  La reina fue detenida también y llevada a los calabozos. Se le ingresó en las mismas celdas de los delincuentes comunes. Todavía llevaba el vestido, los tacos y el maquillaje de la elección y por este motivo, fue objeto de humillaciones, burlas, insultos y hasta de una violación sexual.



En los días siguientes, los medios de comunicación se refirieron al lamentable hecho con expresiones de desprecio, burla y pocas fueron las opiniones que pedían respeto. Se denunció a las autoridades con la ayuda de la Comisión de Derechos Humanos del Azuay. Las primeras personas que defendieron los derechos de los homosexuales (en esa época no se hacía mayores diferencias entre la población LGBTI y la gay era la más visible), fueron personas LGBTI, las pocas que perdieron el miedo a revelar su orientación sexual y enfrentar el escándalo con sus propias familias.



 También apoyaron la causa de la despenalización de la homosexualidad y denunciaron las violaciones a los derechos humanos que se dieron, académicos/as progresistas, el propio Arzobispo de Cuenca, Monseñor Luis Alberto Luna Tobar, estudiantes de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Cuenca, entre otros aliados/as, que reclamaron las injusticias cometidas. En ese entonces, era difícil reclamar porque la homosexualidad estaba penalizada y tuvo que ocurrir un hecho condenable como aquel para que las personas se atrevieran a salir y armar una revolución en nuestra conservadora ciudad. Se hicieron marchas pacíficas, instalaciones artísticas en el Parque Calderón, se presentaron muestras de cine de la diferencia, se acudió al entonces gobernador de la provincia, quien llamó la atención al Intendente, y se recogieron miles de firmas de apoyo a la despenalización de la homosexualidad.



Alianzas estratégicas con organizaciones de Derechos Humanos del país y del mundo, hicieron que se iniciara un proceso de reclamo en todo el Ecuador que tuvo como detonante el abuso ocurrido en Cuenca. En Quito salían a las calles en apoyo a la despenalización de la homosexualidad personas trans, que reclamaban por sus derechos. En aquel entonces, como ahora, que no es muy distinto, la condición de persona trans es la más susceptible de vulneraciones. Ser transfemenina entrañaba y entraña todavía para muchas, dos destinos: la labor de peluquería o el trabajo sexual. Ell@s no tenían nada que perder, a diferencia de gays y lesbianas, que a lo mejor necesitaban ocultar su condición, y se tomaron las plazas y las calles.



Así, en noviembre de 1997, a través de una resolución del Tribunal Constitucional se despenalizó la homosexualidad. El debate del tema en el Congreso Nacional, vía una reforma legislativa, habría sido mucho más complicado. Argumentos homofóbicos, contenidos en la misma demanda de inconstitucionalidad del artículo 516 del Código Penal y también en la resolución, fueron la base que permitió, sin embargo, que las personas homosexuales dejen de ser consideradas delincuentes.



Que en Cuenca se hayan retomado, desde el año 2012, los reinados de belleza de manera pública, muestra cómo la sociedad, aunque de manera dura, no libre de vicisitudes, se ha ido abriendo. Pero la discriminación persiste.



El hecho de que a mí, personalmente, no me gusten los concursos de belleza de mujeres (o que piense más bien que pueden existir, pero no ser los eventos estrellas auspiciados con fondos estatales, por su refuerzo de estereotipos sexistas, clasistas y homofóbicos) no quiere decir que no tengan su relevancia en la sociedad. Que la población LGBTI o parte de ella haya tomado este esquema hegemónico para hacer de él un uso estratégico y posicionarlo como una herramienta más para su visibilización y la lucha por sus derechos (sin estar, por supuesto, exento de los elementos comunes a todo reinado de belleza, incluso profundizados y exacerbados) presenta un modelo reivindicativo que nos replantea la existencia.



Muchas feministas, que considero respetabilísimas, tienen una idea clara acerca de estos eventos: que plantean los mismos estereotipos, que en lugar de desafiar el esquema sexista y discriminatorio lo refuerzan, que caen en lo mismo que hemos criticado históricamente (teniendo en cuenta, además, que el activismo LGBTI tiene como aliado fundamental al activismo feminista), que no plantean adecuadamente la visibilización de la lucha de la diversidad sexual y de género, sino más bien presentan de manera estereotipada a la población LGBTI, hecho que posibilita y favorece la trivialización de sus demandas; que representa una innecesaria erotización del cuerpo feminizado, que responde también a cánones competitivos y de exigencias difíciles de llenar, entre otras críticas.



Otras personas, no menos feministas, desde otro enfoque, parten del respeto a la libertad estética y de expresión y también reconocen que en una sociedad como la nuestra existe una represión de la sexualidad femenina y LGBTI, y ven en estos eventos una manera subversiva e interesante de posicionamiento político y de uso estratégico de una herramienta de opresión para trasladarla a la lucha por la identidad. El reinado es un pretexto para que las personas conozcan la realidad de la población LGBTI y sus demandas de respeto, igualdad, no discriminación y reconocimiento.



Yo me debato entre la eterna duda, entre el sano dilema. Me gusta no haber encontrado respuestas acabadas a varias paradojas de la vida. Y esta es una de ellas. Y pretendo, por eso mismo, desarrollar todas las ideas que tengo sobre el tema para ver si hay una relación lógica o si más bien existe en mí un comportamiento cerebral, anclado en el deber ser y lo políticamente correcto, que censura, como debería, toda manifestación que tienda a cosificar a las mujeres trans o no trans; y otro comportamiento emocional, que ve con mucha simpatía que esa herramienta tan antigua y tan discutible de los reinados, es politizada por estos sujetos emergentes (no porque no hayan existido, sino porque antes el espacio público les estaba más vetado que ahora, penalizados por ser quienes eran) para una resignificación. Yo veo que esos espacios son, de alguna manera, como canchas para la pugna por derechos.



 Y de ahí viene otra cuestión: saber si quienes participan de esos eventos tienen una intención política consciente y resignificadora, o si más bien, de manera más espontánea, más sencilla, sin tanta vuelta, solo hacen realidad un sueño de belleza, ese sueño que yo no sé si es legítimo o no, pero lo sentí en carne propia cuando el día de mi matrimonio quise ser yo misma una princesa, ataviada con un pomposo vestido blanco, que esperaba a su galán, y que en esa misma calidad estuve expuesta a las críticas cariñosas de mis amigas más feministas, que ven en el mismo matrimonio y en su celebración, sobre todo en esa celebración estereotipada, el crimen más grande en contra del feminismo. Y sí, fui princesa por un día. No me arrepiento de eso y no creo que me hizo menos feminista usar el vestido y las flores en el pelo. Meses después, me puse a leer los orígenes de los símbolos utilizados en el matrimonio y casi me dio un ataque. Yo no estaba resignificando nada, porque no conocía lo opresivo del esquema. Simplemente seguí la tradición y con ello cumplí mi deseo de ser princesa por un día, cual Colibritany en el vídeo “Sexy chambelán”. Y me imagino que muchas candidatas del reinado LGBTI hacen lo mismo. Cumplen con un sueño, pero con el firme propósito de que serán las representantes de la población sexo-género diversa, una población marginada, discriminada y víctima de los prejuicios, para apoyar en la construcción de una sociedad que no les margine, que no les vea raro, que les respete, en una palabra.



El día 13 de marzo de 2014, tuvo lugar en Cuenca el primer debate de la propuesta de Ordenanza Cantonal para la inclusión, respeto y reconocimiento a la diversidad sexual y sexo-genérica. El proyecto fue trabajado desde hace casi dos años con las organizaciones de activistas LGBTI que militan en nuestra ciudad. Había sido presentada extraoficialmente muchas veces, hasta que llegó el día de su discusión oficial en el Concejo Cantonal, en primer debate. Ese día fue histórico. Por vez primera, en el Cabildo Cuencano, parte de la población LGBTI (fundamentalmente activistas, a much@s el activismo no les interesa y otr@s no lo hacen porque siguen en el “clóset”) y de personas aliadas en la lucha por el reconocimiento de los derechos humanos, llenaron la sala de sesiones, un lugar público. Llegaron con banderas arcoíris y con carteles alusivos a su lucha. Llegaron también mujeres trans con su estética particular: ataviadas con sus mínimos vestidos, con sus pelucas rubias, sus plumas, sus pestañas postizas, sus tacones que medirán unos veinte centímetros, sus implantes, sus rellenos, etc.



Pienso que el hecho de “hacerse mujer” entraña en muchas, de alguna forma, esa necesidad de mostrarlo al mundo. Porque les cuesta: tiempo, plata y sobre todo, valentía, muchísima valentía. Ese puede ser también el motivo del uso, de muchas trans, de nombres de femme fatale: Briggite, Vanity, Déborah y de trajes que acompañan ese estilo sugestivoEse día ellas estaban de gala. Ese trece de marzo era el día, su día. Y llegó la reina. Con un pequeñísimo vestido blanco, tacones altos, muy bien arreglada, con su corona y con su banda. Fue su presencia provocadora la que l@s representantes del poder consideraron insolente y ofensiva. Y se fueron del lugar. Salieron de ahí. Nos dejaron sin cuórum para debatir a l@s otros concejales (y eso fue ampliamente difundido y criticado gracias al apoyo de la prensa). L@s concejales le dieron la espalda a la reina. Esa supuesta indiferencia me parece una forma renovada de discriminación, tan grotesca mutatis mutandi, como aquel acto de violencia del 97, del que fue víctima la entonces reina. Darle la espalda a la reina fue la nueva forma de encarcelamiento.



Un conocido concejal, cuando la prensa le preguntó por qué dejó la sala, dijo, entre otras cosas: “se trató de una actitud de rechazo al show y a las presiones. Fue una especie de desfile de modas, de minifaldas (...), vestidas de reinas, princesas, y con trajes demasiadamente llamativos para una reunión seria”. Y esas críticas no se aplicarían a las otras reinas, en una sociedad que las glorifica.



El pasado 12 de Abril, fue la sesión solemne por el aniversario de la Fundación de Cuenca. Entre las personas que llegaron, también llegaron las soberanas representantes de “la belleza y la inteligencia de la mujer cuencana” como dice la frase cliché que reposa en los vocativos del estrado. Llegaron las reinas, con sus vestidos, sus faldas, llegaron las princesas: de Cuenca, de los barrios, las cholitas y la morlaquita. Con sus coronas, sus bandas, sus cetros, sus flores, sus tacones y su belleza. Y nadie, absolutamente nadie, se inmutó. Nadie abandonó el lugar por esas presencias que son, más bien, veneradas.



A lo mejor yo fui la única que se sintió incómoda con la presencia de las reinas. Talvez porque sigo sin creer en ese esquema de representación de las mujeres. O mejor dicho, desde mi corazón, porque sigo creyendo que si ese esquema existe, deberían estar presentes todas. Todas las reinas. Todas las representantes de todas las mujeres. También de las que lo son sin haber nacido siéndolo.

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