La corona de hoy, la cruz del mañana

No quiero sentirme culpable por estar enojada con el vídeo de las candidatas a reinas de belleza que dijeron cifras de violencia en lugar de sus medidas y que mucha gente, feministas de valía incluidas, está viendo con buenos ojos. Nos pasa mucho a las feministas que por lo general no nos toman en cuenta y siempre estamos en los bordes, nunca en la corriente principal de nada. Por eso a veces nuestro corazón militante se conmueve cuando nuestros temas se escuchan y difunden en otros espacios. Esta vez son las pasarelas de un concurso de belleza. Y está bien emocionarnos.
Esta es mi opinión y me encantaría escuchar la de ustedes, sobre todo si es contraria y enciende una chispa de lucha mental de lodo. Saben que la sana pelea me encanta y la polémica alimenta mi ilusión de vivir. Por algo he sido fan de los talk shows, espectadora fiel del Miss Ecuador y la Morlaquita y puntual asistente, con la emoción que no me causan ni los conciertos cultos, ni las obras de teatro, ni los estrenos en el cine, a cuanto concurso de belleza he podido. Sepan que jamás me he dormido en un Miss lo que sea y sí me dormí cuando luego de veinte años de espera fui a ver a Les Luthiers. Así que autoridad moral no tengo.
En primer lugar, es urgente denunciar la violencia, si se hace de manera adecuada: claro, contundente, sin trasladar la culpa a la víctima, con cifras actualizadas, como un problema estructural que tiene su origen en la desigualdad entre hombres y mujeres, como un problema de género.
Se ve que hemos logrado, con siglos de lucha, que hacer visible la violencia de género llegue a ser "un tema" que importa en las agendas. Un tema, en los últimos tiempos, hasta popular. En ciertos lugares ser feminista ha llegado a verse “cool” y el capitalismo salvaje se aprovecha bien de esto, estampando, por ejemplo, en camisetas de marcas que explotan a mujeres pobres la palabra “Feminist”; con un vaciamiento pop-lítico del término que da miedo y ganas de llorar.
Recién me pronuncié sobre lo indignada que me siento al saber que a las candidatas a Reinas de Cuenca les insultaron sistemáticamente por Twitter, con una serie de calificativos sexistas, clasistas y discriminatorios. Mi punto era que todas las mujeres podemos ser susceptibles de vivir violencia. Tanto la candidata a reina, mujer universitaria, de clase alta, por lo general blanca; como la mujer rural, pobre, morena, negra, vieja. Todas vivimos violencias, en esto reside el universal que nos iguala y que debe juntarnos.
Desde esa premisa, está bien que todas las mujeres seamos conscientes de la violencia que nos oprime, que no es individual, sino colectiva y que puede darse en la casa, por parte de nuestros padres, tíos, hermanos, de nuestras parejas, de nuestros jefes, de nuestros compañeros de trabajo, del tipo que en la calle nos dice porquerías y nos “manda mano”, que son violencias que quedan marcadas en nuestros cuerpos, en nuestras cabezas y son, por decirlo de alguna manera, directas. Pero esas se sostienen con una facilidad que se rasca la panza mientras nos indignamos, porque existe la violencia simbólica o indirecta, la que nos dice a través de las revistas, los programas, las canciones y los reinados de belleza cómo tenemos que ser las mujeres, cómo tienen que ser los hombres y que, si rompemos esos mandatos, se transforma como Gremlin mojado y nos pega, manosea, viola o mata, ya que no fuimos lo suficientemente buenas. La violencia es ejemplarizante y aleccionadora, nos quiere volver al lugar que debemos ocupar.
Conozco varias mujeres que dicen que nunca han vivido violencia. Que eso es cosa de amargadas o de pobres, que la verdad a ellas les ha ido fantásticamente bien siendo mujeres, que jamás se han sentido discriminadas, que lo que tienen es porque son excepcionales y se lo han ganado a pulso, porque son intelectuales, competitivas y les da lástima y rabia oír que mujeres exageradas y peleonas se erijan en las representantes de todo el género femenino y vomiten odio hacia los hombres que ellas aman y con quienes les ha ido súper bien, que no hacemos ningún favor a la igualdad si seguimos dividiendo a sexos que deberían ser complementarios, con lo lindo que nos ha ido cuando vivimos en la esfera rosada y ellos en la azul (me encanta lo felices que son, de verdad, quisiera conocer ese lugar edénico donde se sitúan).
También hay otras mujeres que dicen que sí, que ellas se identifican con el feminismo pero no con aquel radical de mujeres feroces, feas y poco femeninas que queman calzonarios y sostenes, que quieren la muerte del macho y que han perdido por completo la dulzura y el amor, que deben seguir siendo bienes preciados de nosotras, aunque sigamos estudiando y compitiendo en pie de igualdad. Las feministas femeninas, que está bien que las haya si eso les hace sentir seguras y no amenazadas con ser confundidas con las feas y machonas, pueden estar de acuerdo en que no merecemos vivir violencia (generalmente asociada con los femicidios, los golpes, la humillación sistemática y los insultos) pero no siempre se cuestionan de dónde viene esa violencia ni ven el propio género y sus mandatos como violento. El desencanto puede ser atroz, pero motivante. Y es un proceso irnos dando cuenta del machismo velado que existe en todas partes y que las gafas violetas nos muestran con claridad que nos hace querer a veces cerrar los ojos y volver a ver la bondad humana sin desconfiar o pensar que el patriarcado conspira y que todo lo que parece bello es otro de sus trucos para sobrevivir sin que se le moleste.
La violencia se sostiene porque es una moneda de dos caras. Tiene una cara edulcorada que vende muy bien. Es la violencia simbólica. La que produce el contexto que sigue manteniendo intactos los roles de género. Y es muy atractiva: novelas, películas, toda la industria de belleza y moda. Que lance la primera piedra quien no se siente atraída viendo vitrinas, revistas frívolas, programas de moda. Yo me declaro presa todavía de todo eso. Soy una adicta superando la fase de negación.
Lo peligroso de esta adicción es que, con buenas estrategias publicitarias, en sistemas capitalistas, es muy atractiva y qué mal voy a caer cuestionándola, si hay temas más urgentes. Y los reinados de belleza son parte de lo mismo. Dependiendo del nivel que tengan, desde el Miss Universe (propiedad de Donald Trump, por cierto, si alguien no lo recuerda y no precisamente idea de alguna feminista que crea que esos espacios empoderan a las mujeres) hasta la elección de madrina de la colonia vacacional o de la niña deportes del campeonato interjorgas; todos estos concursos obedecen al ideario patriarcal (que puede tranquilamente ser sostenido, reproducido y perpetuado por mujeres, con la diferencia de que a nosotras no nos beneficia) de que hay una forma adecuada y deseable de ser mujer, asentada en la belleza, la delicadeza, el cuidado, el protocolo, el asistencialismo, la conservación de valores raciales, religiosos y morales, pero con un toque re fashion.
El hecho de que estos reinados tengan tanto éxito quiere decir que las mujeres no tenemos todavía otros espacios de participación que puedan ser fuente de visibilidad, prestigio y fama. Con esto no quiero decir que no hayan sido los reinados, en efecto, la primera plataforma para muchas mujeres que luego han destacado en política, en medios de comunicación y en sus profesiones. Ni quiero decir tampoco que las candidatas de los reinados sean necesariamente mujeres vanas o superficiales. Sin embargo, la existencia de estos certámenes da cuenta todavía de cuál es la posición que las mujeres ocupamos en el imaginario público. Hay varios estudios de contenidos de medios de comunicación que muestran que las pocas posibilidades de las mujeres para ser tomadas en cuenta por la prensa, es cuando están en el mundo del espectáculo o de los reinados. Eso no ha variado mucho y no es porque no estemos, sino porque, consciente o inconscientemente, nos siguen ocultando.
Lo del Perú puede tener dos lecturas: o es un uso subversivo de las candidatas del espacio que tienen (con una privilegiada audiencia, que eso seguro hubo) para denunciar la violencia de la que comienzan a ser conscientes con cifras de escalofrío; o es una estrategia de las empresas millonarias o élites que están detrás de la organización de esos eventos y que se sirven muy bien de los motivos que están de moda, que generan empatía, que conmueven, para seguir perpetuando sus audiencias.
Estas industrias sólo van renovando discursos para seguir en lo mismo. Me imagino que los concursos de belleza alguna vez fueron eso: concursos de belleza. Pero para no morir en un contexto donde seguramente comenzó a verse patético que las mujeres desfilen en trajes de baño y de noche como maniquíes, cuando ya se hablaba de la “liberación femenina”; fue necesario remozar el concurso e introducir la revolucionaria idea de que las mujeres también somos inteligentes.
Entonces se introdujo el set de preguntas para que las candidatas demuestren que también saben pensar, que son más que “una cara bonita”. Y luego ya no solo eso. La reina moderna, a diferencia de la reina de hace años que tenía un papel, por decirlo de alguna manera, decorativo y simbólico, protocolario, comenzó a profesionalizar sus funciones. Entonces casi se convierte en el contrapunto de un hombre público, pero con una clara diferenciación de roles. Vamos a lo social que nuestro lugar no está en los parlamentos o los gobiernos para decidir sobre la política económica y de redistribución de ingresos, sino para paliar las necesidades urgentes de “los más vulnerables”. Porque detrás de los sabios y santos varones de la patria, siempre ha estado una mujer sonriente.
Cambiar el discurso que ayer era sobre las medidas del busto, la cintura y la cadera, o la admiración a mi mami, al Papa, a la madre Teresa, al licenciado Moreno o a Gandhi por las cifras de acoso y abuso sexual, violencia contra las mujeres y femicidio; es la muestra de que un producto patriarcal se remoza para seguir con vida –y vigorosa- en un momento en que debería, si lográramos ser la masa crítica que el feminismo busca, estar en agonía absoluta.
No olvidemos que las reinas ya han sido muy de conmoverse por la miseria y la pobreza, pero pasaron de moda los pobres y ahora hay que ir por las víctimas de violencia de género. Mañana serán los animalitos y así, según el tema de moda, el patriarcado quedará intacto, con la violencia y muerte que eso significa, porque su contrapunto (y base) dulce y melosa, que es el machismo galante, tendrá más vigor que nunca.
Los reinados son violencia simbólica. Porque muestran formas de ser mujer y porque ponen el foco de atención en el cuerpo, en la cara, de acuerdo a cánones discriminatorios y mercantiles. A mí sí me emociona, en mi cerebro mamífero, lo admito, que las candidatas del Perú hayan dicho cifras de violencia en lugar de sus medidas. Me parece que puede hacer que públicos no cercanos con el discurso feminista o no convencidos, pongan atención en algo que seguramente viven pero que no quieren ver. Como estrategia de comunicación es excelente. Pero no cambia nada.
Yo quisiera que las chicas que dijeron con tanta altivez, aplomo, elegancia, música de fondo y aplausos eufóricos las cifras de la violencia, sigan reconociendo esa violencia hasta en sus formas más “sutiles”. Sí, violencia sutil es un concepto muy paradójico y rechazado en algunos foros pero útil en momentos como este para explicar que hay conductas que no percibimos como violentas porque hemos naturalizado, pero que en últimas originan y sostienen las violencias más brutales. Los concursos de belleza son violencia sutil. Son los que dicen que una linda mujer es esto y que castigan a todas las que no son el modelo físico y moral de la reina. Porque para ser reina no sólo hay que ser guapa: hay que estudiar, hay que ser soltera (sin hijos, obvio) hay que mantener el peso y cuidado con quedarse embarazada. Son profundamente violentos y moralizantes.
En fin, es chistoso porque me da la impresión de que no es muy popular tampoco, dentro del mismo feminismo, dedicar tiempo a escribir sobre novelerías como los reinados, porque son temas superficiales. Y desde una perspectiva machista, una chica que escribe contra los reinados seguro está muy fea y nunca le pidieron que sea madrina del grado o candidata, siente un rencor vengativo y por eso ataca a las chicas que sí pueden. Pues sí, yo nunca fui damita, ni madrina, ni señorita nada y siempre he tenido una batalla con mi peso. Y llegué a la conclusión de que no soy nadie para quitarles a las chicas hermosas sus ilusiones de miss. Pero las cosas están yendo demasiado lejos.
Nosotras, las feministas radicales, no atacamos a las misses, sí politizamos y nos cuestionamos por qué todavía existen estos espacios sexistas. Y es un proceso, no fuimos criadas fuera de este sistema. Entendemos la ilusión de sentirnos halagadas y admiradas, pero trabajamos por ponerla en crisis y desmontarla, individual y colectivamente.
Si las reinas de belleza comienzan a reconocer que también son víctimas de un sistema que las cosifica y que es violento el golpe pero también el clasificarlas por medidas; si las actrices de Hollywood reconocieran que es violento el tipo que las acosa sexualmente para promover sus carreras, pero también es violento que tengan que mantenerse “regias” para alcanzar papeles y que los modelos de belleza que ellas mismas imponen a la humanidad entera son los que terminan por sepultar sus propias carreras a los treinta y cinco años, pues no tendríamos más candidatas a reinas de belleza denunciando el lado feo de la violencia: no existirían los concursos de belleza porque se quedarían sin candidatas.
Así como las hermosas mujeres de Islandia que un día decidieron que eran discriminadas y poco reconocidas en la historia, en sus casas y trabajos y se declararon en huelga, a ver si marchaba la pareja, la familia, la empresa, la institución, el mundo, sin ellas. Así, reinas y actrices, todas, debemos asumir que el sistema es injusto con nosotras, que no es una cuestión individual y que debemos superarla en el cambio personal y en la lucha colectiva.
Y hay mucho que hacer para que suceda eso. Por eso eliminar la violencia es un proceso complejo, integral, individual, colectivo, comunitario, político. Es prevenir, atender, investigar, sancionar a los agresores y reparar derechos a las víctimas. Pero también es dejar de vender a niños y niñas imaginarios de género y perpetuarlos desde el mercado. Es cerrar las brechas de género en el trabajo, en la política, en la economía. Es tener más referentes femeninos en una variedad de campos. Es insistir en el feminismo como opción de vida, nada pacífica, por cierto.
Y el feminismo tiene que ser anticapitalista, sólo de esa forma será para todas.

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