El amor (léase trabajo no pago) en los tiempos del coronavirus



Quien encuentra el punto de coincidencia
 entre cosas tan distantes como la propia intimidad profunda
 y la economía global, 
obtiene un protagonismo muy distinto
 del que da el predominar sobre los demás. 
En ese punto se llega a sentir el ser. 

Luisa Muraro, en cita a Simone Weil

Coronavirus. Puebla, México. 2020.
A propósito, elegí un título altamente predecible y acaso marketero. Pensaba entre el viernes y el sábado qué escribir en mi columna quincenal y, por responsabilidad, no lo hice sobre el #coronavirus porque la salud pública no es mi especialidad y no me sentía lo suficientemente informada (ahora diré, incluso, alarmada) como para contribuir al escándalo o al sosiego del momento, dado que mis credenciales para ello son nulas. La verdad, no se me antoja aparecer como experta en medicina siendo algo así como una licenciada en derecho y mi licenciatura en derecho no me permitiría hablar de macroeconomía, para eso están las expertas. Si lo hago, acaso, terminaría escribiendo, desde mi ignorancia, una apología de la dolarización. 

Pero sí quisiera escribir sobre los impactos diferenciales de la epidemia en nuestras vidas, a partir de las desigualdades de género. En estos días de #coronavirus me acuerdo, inevitablemente, de los apagones, y de ese efecto familiar (de ambivalencia cuidado/control, autonomía/dependencia) que tenían en la población. Sobre todo, en los noventas, los apagones eran frecuentes y en una época anterior a la inundación de nuestras vidas con los teléfonos celulares, no quedaba más remedio que reunirse la familia en torno a una vela, pues en esa época la televisión ocupaba el lugar que hoy ocupan Netflix, los celulares y nuestra abulia familiar. Los apagones nos obligaban a estar en la misma mesa, todxs. Y a conversar. Raro, pero lindo.

Hoy, quedarse en casa es quizás la única forma individual que tenemos de contribuir para que la pandemia no diezme la población más vulnerable: las personas adultas mayores y aquellas con sistemas inmunológicos deprimidos. Quedarse en casa no es algo que haces por vos, sino para no ser un peligro para el resto. Las pandemias son esos apagones que en momentos de aceleración de la vida nos obligan a parar. A conversar. A pensar. Y a hacerlo colectivamente, que parece más complicado. La sola idea de saber que el aislamiento es para evitar riesgos para otrxs, sobre todo, nos muestra que para mucha gente pensar en lxs demás es algo que no registran. Ay, no me pasa nada. Ay, pero si no voy a dar besos a nadie. Y así fue como en Italia y España, países latinos en Europa, el virus alcanzó proporciones inesperadas y se ha tomado demasiadas vidas de personas mayores, con el colapso de los servicios de salud. 

En este momento, como nunca, es indispensable pensar en qué importa. Importa sostener la vida, más allá del dinero y los bienes, e importa revisar cuán eficientes y suficientes son los servicios de salud pública y qué modelo de estado amparamos como sociedad, a través, inicialmente, del voto. Lo que nos salva de una mayor catástrofe es que contamos con sanidad pública. Una amiga me contó recientemente que en historia de la medicina la aparición de las enfermeras vino aparejada a la guerra, porque antes, la atención en salud era domiciliaria, con un médico varón y cuidados que prodigaban las mujeres de la casa. Cuando los heridos y enfermos fueron demasiados aparecieron los primeros hospitales y las enfermeras. Las epidemias y las guerras imponen diferentes lógicas de relación desde el estado, e individualmente nos permiten pensar en la vida como un bien efímero; en su protección como un derecho exigible e inalienable y en las mujeres como quienes además de gestar vida en sus cuerpos, los han puesto desde siempre para cuidar y mantener con vida a otrxs. 

¿Quién piensa en las mujeres? Mi primera pregunta. Las políticas de salud pública para evitar la expansión del virus no han sido más alentadoras. Suspender clases sin, automáticamente, suspender los trabajos, es una medida absolutamente ciega al género en un país en el que, siguiendo la tendencia mundial, las mujeres realizan más de las tres cuartas partes del trabajo de cuidados no remunerado. ¿Qué esperan al suspender clases? ¿Que las madres trabajadoras sigan haciendo malabares? He visto en personas cercanas lo duro que va a ser conciliar que haya niñxs pequeñxs en casa y no tener con quien dejarles. En nuestro medio es muy usual que se encarguen lxs niñxs donde sus abuelas, que, si tienen más de sesenta años, están en grupo de riesgo. ¿Quién piensa en las mujeres ancianas?

Existen ya estudios en clave de género del impacto del coronavirus. El personal sanitario de China, por ejemplo, y esto se repite en el mundo, es predominantemente femenino. Es decir, aunque sean los hombres quienes tienen más propensión a contraer el virus (por hábitos como fumar) y a morir por el virus en mayor medida que las mujeres; el cuidado de las personas enfermas por parte de las mujeres también tiene una consecuencia diferenciada, por motivos de género. Tanto el personal de limpieza como el que atiende en supermercados y farmacias, que es aquel al que se le pide continuar trabajando, aun en cuarentena, es predominantemente femenino. 

¿Las mujeres, entonces, si podemos quedarnos en las casas, estaremos seguras en nuestras casas? Las mujeres, desafortunadamente, vivimos violencias en el espacio público y en el privado. La casa puede ser el lugar más peligroso para nosotras. En China la cuarentena por el Coronavirus triplicó los casos de violencia contra las mujeres en los hogares. Entonces, para nosotras, el encierro en casa puede tener daños colaterales porque seguimos viviendo con nuestros agresores, que son más peligrosos que la pandemia, porque el sistema les hace creer que tienen derecho a maltratarnos. 

Volviendo a la realidad de nuestras ciudades, tanto el trabajo preventivo como el de cuidado a personas enfermas está feminizado. También está feminizada la angustia por medidas como la suspensión de las clases, sobre todo a niñxs pequeños, cuando el trabajo no se ha suspendido e incluso las instituciones públicas, que deberían dar el ejemplo, no solo de respeto a su talento humano, sino de garantizar que permanezcan en casa la mayor cantidad de personas para evitar aglomeraciones y expansión de la epidemia, emiten medidas tibias como el aislamiento de la población en riesgo y que quienes no estén en riesgo puedan hacerlo “con cargo a vacaciones”; ¿con quién se deja a las niñas y niños? Pues esto es complicado y ha traído como resultado un repunte de la violencia, incluida la sexual a las infancias, en otros países. No podemos permitirlo. 

Con esto, ni de lejos la intención es que las mujeres y sobre todo quienes son madres, que hacen lo que pueden de la mejor manera posible, se sientan culpables si no pueden (tele)trabajar, cuidar a enfermxs, divertir a lxs niñxs en la casa y evitar potenciales peligros para sus familias. Ese peso, demasiado grande, debería ser compartido con los hombres. Las instituciones, públicas y privadas, tendrían que permitir que el personal se quede en la casa por unos días, pero de manera remunerada y el estado debe actuar con medidas de carácter general y obligatorio que pongan la salud, el cuidado y la vida en el centro, más que la idea de productividad y de eficiencia que se impone desde una visión neoliberal y capitalista. 

¿Qué hacen muchas familias que se lo pueden permitir? Tercerizar los cuidados a adultxs mayores y niñxs, a mujeres campesinas, afrodescendientes o indígenas, trabajadoras domésticas que, para cuidar a las familias con las que trabajan, tendrán que dejar desprotegidas a sus propias familias. Pensar éticamente no solo la política de salud pública frente a la epidemia, sino la posición personal para no expandir el virus y cuidarnos colectivamente, implica también que las mujeres que realizan trabajo doméstico puedan quedarse en sus casas y no dejen de percibir su remuneración por tratarse de caso fortuito, o fuerza mayor, circunstancia, en todo caso, irresistible, aquella que pide de toda la sociedad parar por un momento. 

Pensar el virus en clave de género permite mirar cómo las crisis profundizan las deudas históricas del estado, la sociedad y las familias con las mujeres. La misma violencia de género es una pandemia que diariamente mata 137 mujeres a manos de sus familiares y el mundo no se ha escandalizado lo suficiente como para erradicarla. El encierro (que ahora, más que una obligación, parece un privilegio que no todo el mundo podrá permitirse) que sirva para pensar, para conversar, para compartir tareas del hogar y cuidados y para valorar lo que de importante tiene todo: mantenernos con vida y con vida digna (sin ser, por favor, de los antiderechos que se hacen llamar “providas”). Aunque para muchas el encierro será detonante de episodios de violencias. Al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado se le llama amor y este amor puede enfermar y matar a las mujeres en tiempos de coronavirus.

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