De Barbieland a Cuenca


Siempre me impresionaron esas personas eruditas que te hablan en siglos. Que comprenden la historia universal –desde un obvio sesgo eurocéntrico, por supuesto– periodizada y te dicen: esto es tan siglo XVI, aquello es herencia del XIX. Desde un lugar más modesto, dado que no domino de esa manera la vida de la humanidad, he periodizado mi propia vida en temporadas, dándome la importancia que probablemente no tengo para hablar de mi sitcom personal como si fuese una gran producción donde yo, obviamente, soy la protagonista –esperaría también que la directora y guionista– y en este momento creo que estaríamos en la temporada siete. 


En esta metáfora que más parece un delirio de inventada y alentada por los reels de Instagram de otras inventadas latinoamericanas que engrandecemos nuestras vidas precarizadas en distintos niveles con escarcha, aspiraciones y las desinflamos de inmediato con verdades incontestables que nos aterrizan (como techos de zinc y paredes de bloque que soportan la estructura de una fachada de mármol y unos vidrios turquesas tornasolados) siento que ha habido cismas personales que me hicieron olvidar ciertas cosas del pasado. 


No porque tenga una amnesia selectiva y prefiera ser otra en el sentido de fingir demencia acerca de dónde vengo con cositas que me mantienen humilde y privilegios que me permiten ciertas arrogancias, no porque me olvide de que a los ocho años ya fui la seño de las salchis que vendía en la tienda de mi abuelita, sino porque a veces una olvida cosas y personas hasta por instinto de autopreservación y es particularmente interesante el haber olvidado cómo una se acostumbró a ser tratada por personajes secundarios de las temporadas anteriores de su sitcom porque si bien fue la protagonista no era la directora ni la productora porque su historia la escribían otres: las mujeres para hacernos mujeres vamos descubriendo, en el tiempo, que las relaciones son ambivalentes, contingentes y especulares. 


Entre la dependencia y la libertad vamos pendulando. Rompemos lazos como apegos feroces y armamos otros por voluntad propia que quizás son aún más nocivos, pero somos hamsters en ruedas de aprendizaje de la profundidad compleja de la naturaleza humana que finalmente es absolutamente sencilla y previsible cuando miramos al hámster en la rueda, pero no mientras somos el hámster. 


Una tarea bonita que con los años una va haciendo es la reconfiguración de sus círculos de confianza, al recolocar, como fichas, a nuestros afectos personales. Esta metáfora –además de la de la sitcom– fue muy útil para que me dejaran de doler profundamente ciertas lejanías indescifrables de vínculos emocionales, sobre todo de aquellos de la amistad y de la militancia o de las distintas militancias que se construyeron, aquellas máscaras para decorar el dolor de la individualidad con la ilusión de pensar que se pertenece a algo, desde aquella identidad marcada por la religión, la recogida de limosnas en misa y el movimiento scout hasta el sofisticado feminismo institucional, la identidad de pasante no remunerada y remunerada y el cuadro integral del movimiento político joven que envejeció mal.


Años y pandemia han pasado y camino por las calles de Cuenca en donde resido con ánimo de permanecer, como define al domicilio el Código Civil napoléonico. A veces me reencuentro con algún personaje de la temporada cuatro de mi sitcom a quien saludo con efusividad tratando de, como siempre, decirle las cosas más bonitas que le puedo decir –porque yo soy así– y me dice de vuelta cosas tan curiosas como que por escribir y ser temeraria en redes sociales nadie me da trabajo. Asumo que no publico mi hoja de vida sino en LinkedIn (y ni siquiera ahí) como para que tales conclusiones se saquen de mi sola existencia al margen de la función pública, pero aún obligatoriamente productiva porque aunque lo desearía no soy una heredera y mi pertenencia a la clase trabajadora me obliga a realizar actividades productivas y reproductivas de mi propia fuerza de trabajo para existir. Me pregunto si sería posible en realidad no trabajar y vivir del prana o de mis padres a los casi cuarenta para adecuarme a la imagen inquietante que de mí se han hecho interlocutores esporádicos y seguramente bien intencionados y preocupados por las condiciones materiales de mi existencia y del financiamiento de mi verbo temerario.


Me inquieta el hecho de que estuve rondando vidas cercanas a precarios poderes de turno que asumen que el trabajo sólo puede provenir de vínculos político electorales. Una vez una señora me dijo, tan ancha, a los años que la veo, como usted ya no está en nada, de pronto desapareció y jamás volvimos a saber de usted –en tiempo de redes sociales, cuando las tengo activas y hablo hasta de lo que no debo–. Me quedé pensando qué es estar en nada y de verdad me puse a reflexionar que teletrabajar como Rafael Correa en el ático de Bélgica como un holograma transmitido en otras ciudades y países es realmente no estar en nada. He llegado a veces de veras a dudar de mi propia existencia. El otro día una amiga me mandó por Instagram un retrato mío hecho por ella en su cuaderno y pensé: sí existo “basta que alguien me piense para ser un recuerdo”. Soy real. Aunque mis contactos en persona se han reducido dramáticamente en los últimos años hay seres que a través de sus recuerdos y palabras reconocen mi existencia. Aunque aquella señora opine que no estoy en nada, que no se me ha visto, que soy un holograma que lanza granadas discursivas desde un ático de la parroquia San Blas porque Bélgica queda demasiado lejos.


Otra cosa que me han dicho personajes secundarios de temporadas muy anteriores de mi sitcom (que sinceramente he tenido que rever en maratones mentales que me han dejado exhausta) es que les sorprende verme por la calle si me hacían viviendo en Quito. He vivido períodos muy cortitos en Quito y entiendo y amo a mis afectos del corazón que han huído de Cuenca o que prefieren vivir en otro lado, aun amando a la ciudad, pero vivo en Cuenca. No estoy en nada, vivo en Cuenca. Vamos ordenando las ideas. No vivo en Quito.


Hace unos diez años, exactamente, escribí un artículo que se llamaba “Sobre la belleza de la transitoriedad del poder” para mis amigues del Facebook de mi corazón de peluche entonces, de escarcha ahora. Y reflexionaba sobre nunca haberme aferrado al poder aunque lo rocé de manera ingenua a mis solo veintidós añitos de edad, como concejala. Sin mucha idea de lo que hacía, pero con inmensa responsabilidad y compromiso, como si honrar la ciudad y a sus electores fuese una encomienda para irse en ella la vida. Desde muy chica, quizás desde los dieciséis años, hice carrera como pasante en distintas instituciones y comprendí las dinámicas de los micropoderes de las oficinas públicas. Y de cómo se llevaba más o menos bien el ascenso y las caídas. Tener el poder y perderlo. Haber sido “autoridad” y tener que apagar el micrófono y dejar de ser invitade a las sesiones solemnes. Y después experimentar la persecución política, el ostracismo y la falta de atención de lxs seres zalameros de apegos contingentes, condicionados y con fecha de caducidad que hoy regalan flores e invitan a sus casas a otres que perderán el poder mañana. 


Siempre fui observadora y lamentaba la decadencia de figuras aferradas al poder que lo perdían. Se veía en esos rostros una pesadumbre porque frecuentemente en lo alto abusaron de sus facultades. Trataron mal a la gente. Hicieron enemigos. Alzaron demasiado la nariz. Se creyeron el cuento de su propia importancia. Y también vi mucha gente que se puso tranqui el jean, se dejó crecer la barba y volvió a caminar por el Parque Calderón como un espectador de la cosa pública abandonándose a la alternabilidad como un valor democrático. De esos seres que son imprescindibles. 


Traté de ser de ese segundo grupo y de volver a la vida como una civil toda tranqui y cuando pienso que lo he logrado aparecen estos personajes de temporadas pasadas para decirme que qué fue de mí, que en dónde estoy, que en qué trabajo, que de qué vivo o a asumir, directamente, que nadie me da trabajo. Si bien la persecución política es una realidad dolorosa para quienes participamos en la vida pública sin muchas precauciones, entiendo que son daños colaterales de una cosa tan linda y tan fea como la política; pero también una consecuencia de tener una postura personal firme, lo cual, frente a las necesidades materiales de la subsistencia resulte quizás arrogante, obcecada o temeraria. Bemoles, gajes que hemos debido navegar, pero sobrevivimos: sí hay una vida más allá de la política, les aliento a saltar al abismo del mar de posibilidades no electorales que existen: es liberador.


Me pongo a pensar en las palabras de una chica que escuché ayer. Cuenca es bella pero es profundamente dolorosa. Como Comala, como Macondo, como Salas para El ciudadano ilustre, véanla en Netflix. Unx puede recorrer el mundo, o aun hacerlo únicamente con la imaginación, pero al regreso siempre estarán esas anclas de las que hablaba Horacio sabiamente “mutan de cielo, no de alma, aquellos que corren allende los mares”. Una de las entrevistas más hermosas que he hecho se podría resumir en un viaje del héroe donde el protagonista huye de Cuenca primero a Guayaquil y después a Estados Unidos, pero Cuenca nunca se va de él. Regresa triunfal como Chavela Vargas y Juan Gabriel a Bellas Artes al pueblo curuchupa como una venganza personal y logra callar bocas amargas de envidia y chisme. 


Yo no me he ido de Cuenca físicamente. En mi vida privada tengo claro que para mí Cuenca son mis padres, hermanas, tíxs, abuelxs, primxs y pocos amigxs. Pero mi exilio mental en Barbieland se diluye cuando tengo estos curiosos encuentros donde, en lugar de quedarme con la sensación reconfortante de saber de un otre que aunque no sea de mi circulo íntimo de confianza es un ser apreciade y se siente bien saberle bien y cerca momentáneamente; de pronto ¡pum! tiene que decirme que si he adelgazado, que si he engordado, que si desaparecí, que si qué hace mi novio el de Quito y por qué ando sola por las calles, que qué fue de mi exmarido, que por qué no tengo guaguas, que por qué no me he vuelto a casar, como si la función pública, el activismo o la militancia política otorgaran el derecho comunitario a preguntar a una mujer que además tiene la osadía de estar sola


Una puede haber volado en su nave de algodón azúcar a su Barbieland mental y creerse el relato feminista blanco de la mujer empoderada, pero las anclas de la propia tierra y sus guardas de la historia y de la verdad están al acecho para aterrizarla. Un poco parece que aunque una jamás estaría dispuesta a olvidar sus verdades, las que la mantienen altiva o acaso también humilde, los seres de temporadas anteriores deben, obligatoriamente, por si otra cosa la persona desea –olvidar, por ejemplo; renegar, por ejemplo; ser aspiracional, por ejemplo– decirle claramente que lo recuerdan de la vez que vomitó en clases, de cuando pesó ochocientos kilos, del apodo que te pusieron en la Universidad y que es incompatible con tu actual investidura, de algún secreto vergonzante de la familia –recordarle que sí, que sé perfectamente quiénes son tus tíos, abuelos, el árbol genealógico completo, tu apellido, hijo de quién sois– como si fuese imperativo mantenerte en tu lugar o en el lugar en que ellos creen que debías haberte quedado para siempre. Las intenciones no las sabemos, quedan en el corazón de los emisores y seguramente he sido alguna vez la impertinente que preguntó estupideces, pero sin querer hacer daño.


Puedes querer extender alas tejidas con trabajo, leyes de la atracción, suerte y fe, pero siempre habrá un cuencanx (o inserten cualquier gentilicio, alguien de tu pueblo, en pocas palabras) para quien dejaste de existir o existes como fuiste hace veinte años y como quisieran verte para siempre porque la única importancia que tuvieron en tu vida fue la de participar como extras en alguna temporada pasada de tu sitcom. Como la colcha de tigre que aparece debajo del mullido edredón, insistente, para mostrarte quién eres.


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