Botellas de Coca-Cola




De niña era normal que por todos lados estuvieran calendarios de “lluchas”. En las picanterías, en las mecánicas, en los talleres, fundamentalmente, pero no solo. Las chicas que abrazaban llantas o que posaban desnudas con botellas de cerveza o que, de repente, aparecían junto a un tractor, motocicleta o carro. Sin explicaciones.

Cuando tenía doce años, un profesor de fútbol del colegio nos dijo que las mujeres debemos hacer ejercicios para afinar la cintura, con la finalidad de tener cuerpos de botellas de Coca-Cola. D-o-c-e-a-ñ-o-s. A mí ese profesor me caía pésimo, pero no le había dado nombre al malestar que me causaban sus comentarios. Atribuía ese malestar a mi odio por los deportes y a mi mal rendimiento en educación física. 

Más tarde, visitando el Salón de la Comunicación del Observatorio Ciudadano de la Comunicación de GAMMA y el Municipio de Cuenca, conocí claves para reconocer la comunicación sexista. Una de ellas era: representar los cuerpos de las mujeres como objetos. Representar los cuerpos de las mujeres fragmentados. Usar cuerpos de mujeres para promocionar productos que no tienen relación con el cuerpo. Mi malestar comenzó a tener nombre: machismo.

Una vez se logró dar de baja una publicidad de cloro que tenía, literalmente, dos botellas vistas desde arriba, con un sostén femenino sujetándolas. No recuerdo la frase. La imagen era lo suficientemente repugnante. Usaron dos botellas de cloro para simular senos femeninos para promocionar cloro. Un fragmento de cuerpo, nada que ver el cloro con los senos femeninos. Eso. 

En esa tradición de misoginia que objetifica los cuerpos de las mujeres, y que al denunciarla nos califica a las mujeres de puritanas, exageradas, histéricas –cuando uno de los aspectos de las trayectorias feministas es reapropiarnos del cuerpo como fuente de placer, pero para nosotras y para aquellxs con quienes nos guste, no para el mercado ni para los designios de otres- el “Pocho” Harb ha dicho, como un machista ochentero por el que jamás pasó la Constitución, “si yo fuera gerente de mercadeo de la Coca Cola las contrato a las dos como modelos de envases mediano y familiar. El sabor es el mismo: riquísimo; solo cambia el envase”. 

Se refiere nada menos que a las divas latinas Shakira y JLo, mujeres millonarias y artistas encumbradas cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo en el Super Bowl. Harb las reduce a botellas de Coca-Cola y él se imagina como un gerente de mercadeo que las no contrata sino “compra” como modelos. La una, familiar, porque es más alta, la otra, mediana, porque es más pequeña. Ellas tienen el cuerpo que le hubiera gustado a mi profesor de fútbol, me digo. Pero por qué compararlas con botellas de Coca-Cola, qué obsesión tienen con eso mi profesor de educación física de hace veinte años y este señor morboso, viejo verde. Eso: que son machistas. Harb, en su patetismo, se imagina como un portentoso magnate, con capacidad de ordenarles qué hacer y qué representar con sus cuerpos y a ellas como seres dóciles que simplemente acatan su orden de héroe potentado, para verlas reducidas a cosas y él, seguir impune con su debilidad: admirar la hermosura femenina. 

Pues, no me extenderé más. Los malestares que no tienen nombre ya los han nombrado las feministas. Detrás del profesor de educación física que nos dijo que tenemos que ser botellas de Coca-Cola, de los portadores y repartidores de calendarios de lluchas de los ochenta, del diseñador que no veía mejor publicidad que utilizar el cuerpo fragmentado de una chica desnuda para vender llantas o tractores, de los creativos de la publicidad de cloro que imaginaban pezones como tapas, están machistas, misóginos, que no pueden relacionarse con mujeres sino reduciéndolas a objetos de consumo, que, además, ellos pueden comprar o poseer. 

Dan asco, son tristes y van a morir. Como el patriarcado. 

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