De por qué siento simpatía por Elsa Bucaram (Una historia de mi acné)


No sé por qué el rostro enjabonado que contemplaba en el espejo
 me encantaba (el resto del tiempo no me encontraba bonita)
 y me llenaba de esperanza.

Colette
Elsa Bucaram. Marioneta de Don Julio Andrade, artista popular de Otavalo. Colección privada de Pepita Machado.




Esta es una historia humillante. Haré como en los prólogos de los libros de ensayo que me gusta leer. Siempre comienzan con una justificación de por qué un erudito (generalmente son hombres que piden perdón por hablar de lo que entienden por frivolidades) se acerca a un tema baladí. “Dejad que las almas se explayen en alguna niñería, que les sirva de ayuda para alcanzar la verdad” dice Ibn Hazm cuando cita a Humam ibn Ahmad en el célebre ensayo El collar de la paloma, tratado sobre el amor. Pero esta historia no es frívola, no es una niñería, pero sí es un sufrimiento que cuesta compartir, a menos que seas una influencer de YouTube y cuentes la travesía de cómo acabaste con él, para monetizar tu dolor.

De adolescente jamás tuve acné, quizás un grano esporádico. Una de las pocas cosas que no me molestaba de mi aspecto, o más bien, que jamás me di cuenta de que era un atributo hasta que la perdí, fue la lisura de mi piel. Yo solo me empecé a dar cuenta de aquello que dejó de ser cuando empezaron los primeros brotes. Desorden hormonal, estrés, alimentación dañina, alergias, no hablaré de eso, porque hay personas expertas que sabrán explicar. Lo cierto es que jamás busqué ayuda profesional, sino estuve algunos años intentando lidiar con el problema sin éxito. Mientras más trataba de taparlo con la madre cosmética, más me salía. Y jamás hubiera hablado públicamente de eso.

Pero solo un corazón que sufre y que se ve al espejo con la cara brotada sabe cuánto importa, aunque no deba importar. Este mundo es de apariencias, más para las mujeres. Hasta leí el librito de Alejandro Jodorowsky, padre de la Psicomagia, al respecto. Decía que el acné se relaciona, entre otras cosas, con una energía que se quiere manifestar y que frenamos, o con el deseo de belleza. Cuando nos empeñamos en ser bellos, la cara nos explota. El primer paso para la curación sería replantear la relación que tenemos con la enfermedad. Para curar el acné, basta simplemente con vencer nuestro deseo de belleza. Hablaba del caso de un chico que eliminó por completo los espejos de su casa y cuyo acné severo desapareció. Y del acto de psicomagia de pintar de dorado cada uno de los granos y exhibirlo caminando por el parque principal de la ciudad latinoamericana escandalizada y moralista en que unx habite. 

Parece que se siente vergüenza de ser vistx y de existir cuando se tiene acné. En el fondo, hay un deseo de alejar a las personas y de ocultar alguna conmoción interna que quedará enterrada en la preocupación por los granos. Yo lo siento como una culpa por habitar el mundo, como una incomodidad por existir y como un deseo de abandonar el cuerpo que en lugar del vehículo privilegiado de la existencia se convierte en ese enemigo al que hay que cargar encima porque la mente lo escogió de continente. El acné es una erupción de la timidez que impide a la persona tímida esconderse. La vuelve más horriblemente llamativa y, ante los ojos de lxs demás, despreocupada y antihigiénica ¿no se dará cuenta de estos granos? ¿qué hace mal para que le salgan?

Mi abuela me decía ve la guagua ese horror que tiene la carita, cómo le dejan hacerse ese adefesio, como si mi espejo no me hubiera dicho lo mismo. En las mañanas, procuraba maquillarme antes de que me viera ella. Ni siquiera quería verme yo, de modo que con trucos de camuflaje me encargaba de esconder mis granos de mí y de odiarlos en los primeros minutos de la jornada. Un año antes había llorado en la oficina y me encerré en el baño porque las lágrimas desvanecieron la base que, en ese momento, era para mí más importante que la ropa. Una colega abrió la puerta y me vio en la operación. Me sentí como en esa telenovela venezolana de la mujer monstruosa siendo atrapada en el momento de la revelación de su verdadera imagen y creo que ella supo que de ese momento no iba a poder regresar. 

Tenía la suficiente astucia como para saber que la fealdad anormal de mi persona era lo que principalmente desencadenaba el horror en aquellos que me contemplaban. (1) Pasaba horas frente al espejo tratando de solucionarlo y me imaginaba siendo invitada a un reality show de esos en que te hacen un cambio de look para siempre, con el costo de la humillación pública y del patetismo llevado a espectáculo, donde tu vulnerabilidad es la fuente de tu fama, pero la recompensa la gratuidad de los costosos tratamientos cosméticos que habrían de llevarte, otra vez, o por vez primera, al mundo de los bellos, como decía Beatriz Pinzón Solano, de un lugar al que ella no pertenecería jamás.

Me dolía la cara, pero me dolía más el corazón. Quería que los granos no se vean, por supuesto que los reventaba, porque me avergonzaban. Eso solo los empeoraba y la infección se expandía. Veía vídeos de YouTube sobre cómo deshacerse milagrosamente del acné y en cinco minutos. Me puse toda clase de cremas y tratamientos naturales en la cara y no cedía. Tampoco es que trabajara demasiado en la aceptación, quería una solución mágica, la disciplina no era para mí. Recuerdo haber comprado un kit antiacné en una botica que hace sus propias fórmulas magistrales y haberlo descartado a las dos semanas porque no me sirvió. Cómo me iba a servir si no fui constante. 

Me puse cáscara de plátano, tomé agua de hierbas, me eché encima toda clase de astringentes y sábila, por supuesto. Gasté mucho dinero en aplicarme sin dirección profesional una serie de cremas y tratamientos que sólo lograron empeorar el cuadro, porque apenas los usaba, con furia regresaban los brotes. Las personas con acné tenemos un rol adicional a la cantidad de facetas que consumen nuestro tiempo y energía. Nunca olvidaré que saliendo de una importante reunión de trabajo me di cuenta, horrorizada, de que en el ascensor se reflejaba mi cara con los granos cubiertos de corrector, pero como el sol de la capital había oscurecido mi piel, ya no era del mismo tono, así que los había destacado, como en el acto de psicomagia al que he aludido, pero de modo involuntario.

Como paréntesis quisiera recordar a Anita. Un día Anita me vio en una farmacia tratando de comprar cosas para mi desafortunado cutis sin ningún tipo de orientación y se me acercó. Me dijo, déjeme ver su carita, aquí estoy para asesorarla. En la época premascarilla no era posible ocultar la cara en lugares públicos. No la vio con horror como yo la veía –quizás por eso tengo una solidaridad extraña, que proviene de la empatía inexplicable que surge entre fumadores en contextos libres de humo– con Elsa Bucaram. Me dijo que por la compra de productos para el rostro me darían cupones con los que me podría hacer unas limpiezas faciales y unos tratamientos. Entonces, confié. Parecía seria. Y, efectivamente, dado que invertí harta plata en los productos –pero esta vez ya no daba palos de ciego con la guía de la Anita– tuve muchos cupones. 

Ella me hacía limpiezas cada semana, me pinchaba el cupón y me decía, con mucho cariño, qué bonita que está su cara. Ha mejorado mucho. Obviamente mi cara seguía horrenda, pero ella veía los avances con la mirada imparcial de una profesional de la belleza. Está cada vez más limpia. Y ella me recomendó tomar el agua de ortiga, así que hacía grandes ollas de agua verde que me tomaba con dedicación. Mi piel, en efecto, comenzó a mejorar y descubrí un protector solar con color que en adelante redujo varias capas de productos innecesarios de mi cara. Respiraba un poco. Igual seguía llorando a veces y las lágrimas desteñían el bloqueador solar con color y revelaban, por fragmentos, la verdad de mi rostro.

El Paro de Octubre de 2019 me devolvió a Cuenca y dejé de ver a la Anita, que vivía en Quito –si me lee, Anita, siempre la llevo en mi corazón. Fue la primera persona que no se escandalizó por lo que pasaba en mi cara. Ahí entendí las historias de las peluquerías que he recogido en los últimos años, donde se convierten, más que en lugares de servicios estéticos, en centros del consuelo para almas decaídas y autoestimas afectadas–. Soy otra víctima del Mito de la belleza, de Naomi Wolf, quien, con razón, dice que el skincare se trata de todo menos de la piel, que conecta con la vulnerabilidad de las mujeres y la necesidad de reponer la autoestima. Soy una víctima de la mística de la feminidad de Betty Friedan, pero sin un hogar hegemónico en los Estados Unidos de los cincuenta.

Quise continuar mis tratamientos porque tenía cupones –no me pregunten por qué no fui a una dermatóloga, realmente la tristeza era tanta que no quería ir, conscientemente no quería ir. De hecho, tenía miedo de que me receten Roacután o tratamientos hormonales, porque me suelen hacer más mal que bien, por eso no fui nunca. Además, creo que un síntoma de depresión o de ansiedad es evitar todo contacto con profesionales de la medicina y entregarse a la pseudociencia, o por desidia, o por excesiva preocupación frente a los mortales diagnósticos que ello puede traer para una mente plagada de pensamientos catastróficos, o por falta de plata.

En Cuenca fui con mis cupones a la farmacia y conocí otra chica y me hizo otra limpieza. Entonces comenzó la pandemia y no pude volver más. Mi cara iba mejor, pero los brotes no dejaban de aparecer. Empecé a pensar qué los desataba, en qué días aparecían. No encontré un patrón claro. Lo que sí pasó fue que un día, en que tuve una tremenda angustia, me apareció un grano enorme en plena mejilla. Mi capacidad de somatizar las emociones es una tremenda (des)ventaja. Sí, estos granos tenían la osadía de irrumpir en la parte más delicada y más visible del rostro. Mi mamá me decía con mucho amor que no me fije en eso, que debe ser un período, que a todas las mujeres nos pasa a veces, que aprenda a verme con compasión y a no pensar en eso. Pero yo no pensaba en otra cosa, no podía pensar en otra cosa. Estaba obsesionada con mi acné. Mi abuelita me dijo que le pasó lo mismo y que se lo curaron sacándole sangre y volviéndosela a inyectar.

Problema: Acné.
Causa probable: Desaprobación y no aceptación de sí mismo.
Nuevo modelo mental: Soy una expresión divina de la vida. Me amo y me acepto tal como soy ahora. Soy admirable.
Louise Hay, Usted puede sanar su vida

Hasta que se me ocurrió la brillante idea de que cualquier cosa grasosa en la cara me hacía peor y la convertí en un pergamino seco, pero con acné, porque dejé de echarle cremas. Porque también veía a mi piel como mi enemiga, como ese algo que producía granos y que arruinaba mi cara, mi carta de presentación. No pensaba en nutrirla ni en cuidarla como organismo vivo y digno de atención, ni como aquel órgano indispensable que nos protege del exterior y que nos permite percibirlo y que crea un límite, el lugar seguro, entre un cuerpo y el mundo.

 “Quisiera que mi cara fuera absolutamente lisa. Con una piel de porcelana. Quisiera que nunca tuviera una cicatriz, o un grano. En las mañanas me veo al espejo y no me gusta mi cara. Está cubierta de manchas de cicatrices recientes. Las cubro con un poco de maquillaje para ignorar el drama. Son apenas granos. No son marcas de dolor, no son marcas de violencia. Pero quisiera la perfección en mi cara. Hay épocas en que lo logro y ni siquiera me doy cuenta. Mi cara está absolutamente limpia. Sin granos, sin manchas rojas. Y me olvido de que tengo una cara. La cicatriz me ayuda a saber que tengo una cara, a prestarle atención, aunque sea desde el rechazo.” Pepita Machado, 2018.

Mientras viví en España, un año, vino mi primer brote de acné severo. Lo atribuí a los excesos de la vida de estudiante: dormir mal, ir de fiesta, comer mucho alioli, ensaladilla y pizzas congeladas de Mercadona. Además, hice mi trabajo de tesis en un tiempo récord. Salió una pieza bella, redonda y compleja, que me tomó unas doce horas diarias de lectura-escritura, en un mes. Era un trabajo corto, pero al que llegué por la madurez de un criterio formado por años de estudio. Los brotes vinieron de la mano de una caída de pelo inédita. Fue ahí cuando empecé a angustiarme y no contaba, en esos momentos, con una red de mujeres que me apoyase. Pensé que estaba muy enferma y que iba a morir. Dejé de hacer vídeollamadas semanales a mi mamá porque no quería que vea cómo estaba mi cara, a mi juicio, monstruosa, y cómo avanzaba la calvicie en mi hasta entonces, siempre espectacular melena. Los filtros ayudaban, sí. Aunque llegó el momento en que dejé por completo de tomarme fotos. Caras vemos, cuadros de acné no sabemos.

Un día en que me quebré, decidí contarle a mi mamá lo que me pasaba. Le mostré mi cara. No gustaba de volver la cara hacia el mundo: bastábale su catedral poblada de figuras de mármol; reyes santos, obispos que a lo menos no se le reían en los hocicos, y le miraban con serena benevolencia. (2) Quizás no era tan terrible como yo misma la había imaginado. Me dijo que lea el librito de Louise Hay, Usted puede sanar su vida. Ahí vi que el acné era algo mucho más profundo, de acuerdo con las teorías acusadas de pseudocientíficas, que un problema cosmético, hormonal o infeccioso. Tenía que ver con algo que pasaba adentro. El estrés, sin duda, era un problema que no ayudaba a que mejore. La alimentación, el consumo de agua y los hábitos de limpieza lo atenuaban o recrudecían. Pero en el fondo, había un problema de aceptación y de amor propio. Leí el libro de Louise Hay y en mi autoatribuida indefensión de estudiante extranjera sin redes de apoyo y con un seguro médico limitado, confié mi recuperación a las leyes de atracción, con el Universo como proveedor de alivio. Googleé síntomas que obviamente decantaron en diagnósticos online de cáncer. Dejé de googlear, de autodiagnosticarme, e hice lo que podía hacer: afirmaciones positivas, un cambio en la alimentación, un mejor sueño y ejercicio. 

Sin muchas fuerzas, porque mi decaimiento había sido generalizado, iba a un parque lleno de hermosos árboles, en pleno verano andaluz. Con adultxs mayores hacía ejercicios en los juegos biosaludables para mantener las articulaciones vivas, porque el dedicarme a escribir sin pausa, durante tantas horas diarias, oxidó mi pesado cuerpo, con tan solamente treinta y un años de edad. Mi energía no me daba para más que una ronda por máquina y una caminata breve, en la que aprovechaba para pasar mi cuerpo doliente, identificado con los cuerpos de lxs adultxs mayores que eran mis compañerxs involuntarios de ejercicio y de su misma edad metabólica, por chorros de riego automático de los espléndidos jardines. 

Poco a poco, empecé a mejorar. No sabía que la cara me volvería a reventar en poco tiempo, pero ya en Ecuador, mi país. En la pandemia tuve una convivencia forzada con mi acné. Pude haber aprovechado ese tiempo para dejar de usar maquillaje y para que mi piel respire, pero cubrirla era lo primero que hacía en las mañanas, frente a la mirada más escrutadora: la mía. Al final, creo que a nadie le importan más nuestros granos que a nosotras mismas. Tengo fotografías de mí llena de granos, con una lágrima rodando por mi mejilla como Mía Colucci pensando, en sus privilegios, que su existencia es la más desgraciada por alguna pena de amor adolescente. Y con la tristeza de unas secuelas oscuras que siguen por ahí, aun hoy. 

Los granos dejaron de salirme cuando empecé a ir a terapia psicológica. De hecho, los peores brotes, los enormes, cesaron desde la primera sesión cuando me dijo la terapeuta “no es tu culpa”. Fue extraño. Cargaba muchas culpas absurdas, muchas vergüenzas inconscientes, reprimía cosas de mí misma y quería esconderme, no me sentía digna. En momentos en que sentía que no era suficiente me salían más granos. O cuando tenía mucha ira. O cuando se activaba la impostora laboral. O cuando me llenaba de vergüenza. Fue muy duro darme cuenta de todo eso. Al final, el cuerpo es tan perfecto, que solamente obedece a los mensajes que le damos. Construye sus propias defensas y enfermedades frente a los conflictos que quiere evitar o expresar. 

Ahora no es que no tenga un grano de vez en cuando, sobre todo en mi período o cuando me paso con la mayonesa, pero, en su mayoría, han desaparecido. Tiempo después, quizás cuando ya no lo necesitaba, sino cuando empezó a preocuparme un lunar del rostro y antes de ceder al autodiagnóstico de cáncer, fui a la dermatóloga. Me recetó una rutina de cuidado para mi piel y para atenuar las manchas y las secuelas. Me dijo, su piel está bien. Amo mi cara tal y como es, la acepto. Y recién vi un vídeo muy bonito de skincare que dice que hay que proteger a tus granos de la intemperie y de posibles infecciones. Me pareció un bello vuelco epistemológico: pensar en el grano no como el enemigo, sino como algo propio y protegerlo, dejar que cumpla su ciclo en la cara todo tranqui. 

Alguna vez me preguntaron cómo acabar con el grafiti urbano, preocupación honda en las ciudades patrimoniales y sus élites higiénicas. Cómo detener las pulsiones juveniles, vandálicas. Sólo supe decir, teniendo en ese momento mi cara reventada de brotes, que las labores superficiales de maquillaje no solucionan problemas de fondo. Las erupciones son síntomas de algo más profundo. El afán de limpieza social o de normatividad de conductas colectivas de sectores históricamente oprimidos como lxs adolescentes y jóvenes, solo genera más violencia, más estallidos. Y la represión de lo que se quiere hacer explota en la cara, así como nuestro deseo de belleza, al que hay que abandonar. 

(1) Mary Shelley, Frankenstein.
(2) Víctor Hugo, Nuestra señora de París.

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