“No nos representan” Reflexiones sobre racismo y gordofobia (con autocríticas en una letra parecida a Comic Sans)

 



"Yo sí prefiero que el mundo crea que los ecuatorianos somos como la sra de la portada 
y no como esas gordas mofletudas que se desnudaron en carnaval"

Un man en Twitter


Hace años, cuando empezaba en la Universidad, vi un documental cuyo nombre no recuerdo (me confirma un lector, Juan Martín Cueva, que se trata del documental "Problemas personales" de 2002, de Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera) que relataba la vida de migrantes de Ecuador en España. Entrevistaban a uno que llevaba varios años allá y que decía, imperturbable, que había decidido irrevocablemente nunca volver porque cuando volvió no le gustó lo que vio. Aunque en su proceso de adaptación al país de destino y de vivencia de violencias y penurias había pasado por fases y le pudo la nostalgia, el espectáculo del retorno fue horroroso:

“Yo al Ecuador no vuelvo más. Cuando volví a la ciudad la vi fea. A mi madre la vi vieja. A mi mujer la encontré gorda. A mis hijos, negros.” 

Yo contaba a mi familia y amistades lo mucho que me había impactado ese testimonio. A veces, en broma, cuando volvía de un viaje largo le decía a mi mamá, no me gusta Cuenca, está fea. Tú has envejecido. Mi papá está gordo. Mis hermanas, negras. Me ponía en la piel de quien se ha codeado con la blanquitud y sus estéticas, aun cuando en el proceso hubiera sufrido discriminación por pertenecer a esta nacionalidad subalterna y el chasco de volver a habitar un país demasiado cholo. Como decía Jorge Icaza sobre el que sería, para uno de sus personajes, el dolor de su vida: tener una barba rala y no poder ser jamás un caballero. 

Ese desprecio por lo que unx es y no quiere ser, ese anhelo por una madre o patria que se idealiza, el haber querido ser hije de Grace Kelly y el Príncipe Rainiero y pasear outfits de lujo en Mónaco. Pero somos el cristal que se rompe cuando lo que encontramos son puras mujeres (poblaciones enteras feminizadas por la emigración, mujeres “solas”) gordas, viejas, envejecidas, morenas, feas. Como nuestras ciudades asediadas por la delincuencia, el crimen organizado, la suciedad, la pobreza y por lxs conmatriotas. A quienes odiamos porque en el fondo nos odiamos.

Dos situaciones me conmovieron en un mismo día y me llevaron a pensar en el odio internalizado con el que luchamos en nuestro Ecuador. El Ministro de Turismo destacó un reportaje sobre el Ecuador en National Geographic. La portada de la revista es una mujer indígena de la Sierra, anciana, en el páramo, con su traje: poncho y sombrero. Enseguida, los comentarios del público que rechaza la imagen. ¿Por qué la Sierra? dice un costeño. ¿Por qué otra vez una mujer indígena? dice una joven iracunda. ¿Por qué no una de esas beldades que tenemos en nuestras playas? dice un viejo morboso ¿Quién dice que eso representa al Ecuador? ¡Van a seguir pensando que vivimos como aborígenes, en chozas, con taparrabos, en las cavernas! dice un troll no identificado. En Estados Unidos me dijeron que no parezco ecuatoriana ¿por qué seguimos perpetuando estereotipos? dice enfáticamente una mujer mestiza, que si estuviera en Estados Unidos abrazaría al reconocerla, sin hablar, como una conmatriota, porque se parece a mí. 

El desprecio es evidente. No queremos seguir siendo vistos como indígenas, como “aborígenes”, como “originarios”. Queremos que salga alguno de los spots que construimos copiando modelos europeos en la portada de NatGeo. O algún paisaje neutro de nuestra privilegiada naturaleza, desprovisto de esa humanidad vergonzante que somos. O algún ser blanqueado o blanco que represente los anhelos de nuestras almas aspiracionales y modernizadas por la globalización. Esa portada también sirve de pretexto para el desfogue del odio racista acumulado después de dos paros nacionales comandados por el movimiento indígena, levantamientos que nos han estremecido y que han movido el tablero político en los últimos años, además de la lucha histórica de los pueblos y nacionalidades. 

Cuando critico a esos seres también me problematizo, me critico, me reviso. Sí me sentí rara una vez que una profesora española se refería a los indios de América en clase y me señaló a mí y yo pensaba somos indios, pero usted es fea, indignada por el dedo acusador. Quizás yo también soy como esa señora de los comentarios de Twitter aunque quiera hacer sesudas reflexiones sobre el racismo. Yo también he usado filtros. Yo también me he sentido menos que mis hermanas que son unos tonos más claras que yo. Yo también soy esos seres horribles a los que critico. Yo fui racializada desde chica por mi abuela morena, me dijeron la negrita, la reina de la casa. Por qué soy la reina de la casa, abuelita, le pregunté cuando crecí. Es que me daba pena de que se sienta mal por ser negrita, me dijo mi abuela que inventó la condescendencia y las acciones afirmativas frente a la situaciones de desigualdad que ella misma reforzaba a través de la racialización porque ella también fue racializada. Pero tampoco es cualquier negra, agregaba (para que yo me sintiera menos miserable y por encima de otras mestizas) mire esas cejas, concluía. Me río cuando voy a la farmacia a comprar un bloqueador solar y la chica me dice usted que es tan blanca debe cuidarse esa piel delicadita y pienso en mi abuelita atorándose de la risa “blanca, ¿usted? ¡blancas sus hermanas, blanco su padre!” y cómo aprendí desde pequeña la colorimetría, a catar tonos, a advertir si las venas aparecen azules o verdes detrás de las pieles.

Volviendo a la portada; “no nos representan” dicen personas que tampoco nos representan. Yo, con sorna, me pregunto, si las fotografías de quienes se quejan atraerían turistas y lectores de National Geographic. Pongo una foto mía en portada y aunque me amo no viajaría a ningún país para verme ¿los represento? pregunto.  Estoy de acuerdo en problematizar los viejos estereotipos que en el norte global existen en torno a nuestro país. Que muchas veces se desconoce nuestra diversidad interna en la población y las enormes desigualdades que nos atraviesan. Que los rostros de las personas de pueblos y nacionalidades siguen siendo instrumentalizados por la industria turística como estampa melancólica y bella, pero que en la práctica son quienes sufren los peores indicadores de pobreza, violencia y exclusión. Pienso en esa Miss Bolivia que decía que en su país también hay blancos, con una mezcla de vergüenza y orgullo, con esa necesidad de distancia. En que todxs tenemos un poco de esa estupidez porque así aprendimos a sobrevivir: odiándonos y odiando.

A continuación, lxs embajadorxs de la reputación del país –¿ante quién? me pregunto– se sonrojan por otra escena incómoda “se me cae la cara de vergüenza con los panas del extranjero que quise invitar al país” dice un joven a quien el dinero no lo libra del pasaporte y del +593 manteniéndolo humilde. Los carnavales últimos en Salinas dieron origen, en Twitter, a la tendencia “Sodoma y Gomorra”, porque circularon vídeos con fuertes imágenes de los desmanes en las fiestas que incluyeron tormentas de espuma, reguetón a todo volumen, mujeres que bailan y se desnudan voluntariamente (no sabemos si consintieron en ser grabadas y difundida su imagen en redes sociales) y una escena muy impactante de un hombre desvistiendo a una mujer sobre un auto, que parece una agresión sexual.

Hay quienes lo interpretan como un acto consentido. Es muy fuerte que, en lugar de denunciar un presunto delito, para muchas personas el odio y el rechazo se dirijan hacia ella “por denigrarse”, por “puta”, por “fácil”. No falta quien lo dirige hacia “las feministas” por “libertinas, por desnudarse, por dar el mal ejemplo”, o incluso a estrellas como Bad Bunny y Karol G "por esa música del infierno". Lo que me llama además la atención es que el foco se dirige, mayoritariamente, hacia otro aspecto, que no es la posible violencia sexual tolerada, filmada y difundida, que no es la exposición pública de actos sexuales (apelando a la “moral” y las “buenas costumbres”) sino que es otra expresión de la misoginia, el racismo y el clasismo: la gordofobia.

“Ballenas, XXL, tanques” llaman lxs comentaristas, a las mujeres que bailan y se desnudan, reduciéndolas a su peso. ¿Por qué todas las que bailan y se desnudan son gordas? Pregunta uno llamado Stalyn incitando al público a tejer hipótesis al respecto (recurro al clasismo para burlarme de su gordofobia, qué nombre, Stalyn). Recuerdo cuando entrevisté a un barbero venezolano que me decía que él no era estilista, que esos eran los maricones, y que nació en el centro mismo del bullying y para sobrevivirlo aprendió a bullear. Este país también es un loop infinito de bullying: sufrido e infligido. 

Más allá del “bullying” la discriminación es estructural y dirigida a poblaciones específicas. La gordofobia es un sistema perverso de exclusión que nos afecta especialmente a las mujeres porque avala la privación de derechos fundamentales como el de tránsito y el de acceso a servicios de salud sin discriminación; pero también lesiona nuestra intimidad y autopercepción por los cánones de belleza inalcanzables, lo que siembra en nosotras la idea de no merecer amor y respeto o felicidad si no somos lo suficientemente delgadas. Varios hombres anhelan que los desmanes de Salinas hubieran sido con “barbies”, reduciendo a las mujeres a objetos para su placer. Algunas mujeres sienten que las “gorditas” –así, con cariñito, para que no nos enojemos, porque gorda se oye mal– somos mujeres sin valores y que tendemos a exhibir nuestros cuerpos y moverlos desnudos ante el público, como una joven que se pregunta, sin querer ser malvada, obvio, ¿por qué sólo son las gorditas las que se desnudan? 

Afilando mi pluma digital para seguir atacando la gordofobia en mi país hago una reflexión sesuda sobre mi gordofobia internalizada. Sobre las múltiples veces en que hice dieta, bajé veinte o treinta libras, me seguí sintiendo gorda y volví a subir. En que me sentí gorda todo un siempre porque un tío me decía buenos días señora Rosita, comparándome con mi abuelita que también era gorda, cuando yo tendría unos siete años. Pero mi abuelita me decía, enseguida, yo a su edad no era tan gorda. Mi bisabuela delgadísima me agarraba la pierna y gritaba, por esas épocas, esta piernota ¡Jesús! Una chica que estaba interesada en un exnovio le había escrito ahí te veo con tu gordita y yo, enfurecida, decía, sí, gorda, pero en cambio vos eres fea, en mis dulces dieciséis. Pero yo también me sentía fea. Y volvía al loop de venganza, crítica, racismo, clasismo y gordofobia odiándome y odiando, habitando este Ecuadolor como una rata en una rueda mordiéndose la cola a sí misma. No soy nadie para criticar a los críticos, pero sí hay que hacernos cargo de nuestra mierda y de aquello que nos hizo sentirnos infelices, inválidas, no merecedoras de existir, de aparecer en público, de ser amadas y respetadas. Así que sigo criticando al que critica y me critico.

Las gordas son grotescas e indeseables, dice una con retrato de marca de agua que muy guapa igual no está. Muy deseable, tampoco. Las gordas, a su juicio, sabemos que no gustamos y por eso debemos exhibirnos para incomodar. Gente con mucha ingesta calórica y mucho gasto energético, dice uno al que le corrige otro: poco gasto energético. En Salinas son longas, viejas, gordas y feas dice un troll. Parece que más grave que una gorda exista, es que demuestre que existe. Y si parece disfrutar de su existencia eso es aún más insolente. Y si además esa gorda es fea, longa y vieja, escándalo. Ya es mal visto que una mujer baile en público para su propio disfrute, es fácil, es provocadora. Pero si lo hace, además, en un cuerpo gordo o no hegemónico, su atrevimiento es asunto de estado: deben intervenir las autoridades.

Claramente las mujeres gordas de Salinas y las mujeres indígenas de la Sierra no parecen representativas de nuestro Ecuador para un público exigente. La imagen turística del país se deteriora, no ya solo porque somos un narcoestado, con altos índices de violencia e inseguridad, donde nos asesinan a las mujeres por el hecho de ser mujeres, sino porque por más que tratemos de disimular salen por algún lado viejos problemas estéticos y existencias incómodas que no ayudan a parecer otros. Como ese señor que no quiso volver nunca más, para no encontrar a su mamá más vieja, a su esposa más gorda, a sus hijos más negros y a la ciudad más fea, pero sabe que habitan un lugar en el mundo, que igual, allá lejos, existen. Y probablemente, bailan.

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